Julián Santana: Museo decolonial. Flechas dirigidas al dispositivo Museo

Julián Santana es un artista joven que con persistencia y trabajo esmerado poco a poco se abre paso dentro del complejo dispositivo que actualmente administra el arte colombiano. Recientemente lo hemos visto en varios ejercicios de arte contemporáneo, como artista, curador y gestor. Santana orienta sus actividades de investigación-creación a pensar los códigos que cubren crímenes imperiales y silencian las huellas dejadas en miles de cuerpos de mujeres y hombres. Sus imágenes cuestionan el paso glorioso de la espada, la cruz y el pendón coloniales que se reseñan en los museos del mundo, en especial de Bogotá y Berlín, concebidos todos ellos sin pecado. Su intervención en el Museo Colonial recalca in situ no solo la brutalidad del proceso colonizador y evangelizador de la sensibilidad prehispánica. Nos permite inteligir también la pesada carga mercantil que configura la realidad artística, política y social que padecemos hoy.

En 2017, Santana participa con solvencia conceptual en el II Salón de Arte Joven (IISAJ). Lleva una propuesta concebida para sitio específico, tal y como se debe plantear este estímulo de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, si en verdad quiere diferenciarse de otros estímulos al arte joven. A pesar de la fuerza y la generosidad del Salón Central en donde instala sus ideas estéticas, el historicismo de las vecindades a su alrededor no le favoreció. En este tipo de ejercicios colectivos, nadie sale favorecido. Todos pierden.

El IISAJ es una exposición colectiva cuyo propósito consiste en mostrar los imaginarios de aquellos y aquellas artistas que tocan con insistencia las puertas siempre cerradas de la simbolización artística. No existe arte sin imaginación. Tampoco sin simbolización. Siguiendo algunas ideas de Lacan, el primer registro corresponde a un gesto individual, el último reclama una construcción social. Llamamos “obra” al encuentro de lo imaginario con lo simbólico. La potencia imaginaria del gesto artístico requiere un pacto simbólico, el cual es social, se realiza dentro del lenguaje, y este no depende del ego del artista. Al contrario, el artista se arroja al lenguaje, como Empédocles ante el Etna. Sólo así lo imaginario se vuelve real. Cuando el artista por sí mismo simboliza sus imaginarios no logra trascenderlos. No alcanza realidad más allá de sí. Para desgracia de los artistas jóvenes de las dos últimas generaciones, sus imaginarios no han encontrado respuesta alguna dentro de los espacios de simbolización colombianos.

El IISAJ se realiza en dos fases. En cada una de las dos exposiciones realizadas chocan muchas ontologías estéticas y se ponen a prueba algunas de las estrategias artísticas mejor ubicadas dentro de los imaginarios historicistas que más influyen en los artistas de hoy. La propuesta de Santana no alcanza a ser decodificada ni comprendida en los términos que propone el artista. En realidad, en este contexto ninguna propuesta puede ser comprendida ni leída. He aquí la dificultad de evaluar este tipo de ejercicios. Aquí se evidencia la confusión conceptual a que se prestan en este tipo de exposiciones colectivas que terminan con una premiación.  He aquí la insatisfacción con los artistas premiados, sean quiénes sean.

Las ideas que Santana presenta en el IISAJ se amplían con vigor en su exposición del Museo Colonial.  A diferencia de muchos artistas post-contemporáneos, Santana evita cosificar los signos de las simbólicas vencidas que sobreviven dentro de la historia colombiana, se resiste a traficar con las imágenes sensibles que le salen al encuentro, ya se trate de un campo devastado por el extractivismo cultural, minero y sensible, ya sean las luchas por el derecho a la cultura en un barrio popular o grupo étnico, o aborde el estudio iconográfico en un Museo como el de Berlín. Santana piensa decolonialmente. En arte, el asunto no es lo decolonial: el problema que debe abordar un artista post-contemporáneo consiste el exceso de “pseudo-activismos” y la ausencia de un pensar desideologizado, nos dice provocadoramente Slavov Zizek. Este es el reto para el arte por venir. Las acciones sociales son fáciles de llevar a cabo cualquier día, lo es menos pensar visualmente.

El riesgo que corren muchos artistas que tienen como horizonte de comprensión los Estudios Culturales consiste en que terminan ilustrando sus teorías, sus simbolizaciones, en detrimento de los procesos propios de la imaginación. Santana logra esquivar con relativo éxito esta pesada carga teórica y logra pensar por sí mismo algunas de las imágenes que le salen al encuentro. Siguiendo el nuevo guion curatorial del Museo Colonial, entabla un diálogo con sus curadores e instala estratégicamente dentro de los signos reordenados un conjunto de videos, los cuales se destacan por su factura técnica, su perspicacia conceptual e icónica, y por la relación que algunos de sus signos logran establecer con el entorno. En especial, los videos instalados en el primer piso activan prolíficamente los múltiples significantes[1] que los rodean y jalonan los procesos mentales de los espectadores. Sin pecado concebida, es uno de ellos, es el más libre y por ello mismo, el más impactante. En él, el artista logra desprenderse de la retórica que se puede apreciar en otras de las propuestas visuales instaladas en el segundo piso. Sin pecado concebida capta la esencialidad plástica y conceptual del ícono dentro de la tradición cristiana. Sin lugar a dudas, es el video que logra mayor autonomía dentro de su propuesta.

Santana trabaja a sus anchas dentro del Museo, luce cómodo pese a la densidad simbólica de los espacios intervenidos y a la ideología que en general este espacio encarna. En Colombia, no es fácil intervenir un espacio como este, tampoco pensar con la aparente libertad con que trabaja el artista, a no ser que se haga parte del Premio Luis Caballero. Explora la relación entre diferentes técnicas de expresión artística (video, fotografía, instalación, cartel). Se aprecia la urgencia de aprovechar el apoyo y confianza recibidos, y cómo trata de copar la mayor parte de espacios posibles, lo cual tiene como resultado el que se evidencie un mejor manejo de unos medios que otros.

Respecto a los contenidos, aquello que hoy llamamos significados, esta reseña se los deja a la actividad propia del espectador. No se trata de readoctrinar al adoctrinado sino de emancipar la imaginación en los cuerpos sometidos. Con sus imágenes, Santana aporta un plus de sentido que cada visitante debe elaborar por sí mismo. Por supuesto, es imprescindible pasar por la doctrina de la historia, pero al artista le urge dejarla atrás lo más rápido posible y remontarse hasta la esfera en donde el signo se libera de sus lastres ideológicos. Al respecto, como ya se dijo, Sin pecado concebida es la pieza mejor lograda en lo formal y en lo conceptual. Asumimos esta actitud de distancia, pese a que el artista hace énfasis en su trabajo directo con comunidades tradicionalmente subyugadas y arrastradas hasta la marginalidad, en especial, le interesan las autóctonas prehispánicas y las de origen afro. Esta indagación es importante, pero su relato debe ser desbordado en la elaboración artística.

El ejercicio de Santana es importante para el arte y la cultura de hoy por varias razones. En primer lugar, porque activa unos espacios que suelen ser indiferentes para la ciudadanía en general. No es arte relacional. Al contrario, es una propuesta desrelacional, decolonial. Debemos tener el coraje de desrelacionarnos con nosotros mismos. Los apegos someten, en muchos casos matan. En segundo lugar, porque Santana envía un mensaje a los artistas interesados en este tipo de propuestas: aún se puede dialogar con algunas de las instituciones que administran la historia, la cultura y el arte colombiano. Aún se puede acceder a los restos de nuestros cuerpos disueltos en la historia de los vencedores. Sin embargo, a este respecto, se requieren ideas e imaginación si se quiere aportar ese plus de sentido que aportan los artistas a los regímenes hegemónicos. Ese plus de sentido en la poética de la propuesta. Sin poética no hay obra. No se trata de programar acciones de intervención per se para redocumentar lo documentado, o reideologizar lo ideologizado, solo por molestar al señor burgués que todas y todos llevamos dentro. Como nos conmina Zizek, en la actualidad, el asunto central de toda cultura es pensar. Santana piensa. En tercer lugar, porque el artista logra relacionar el mundo marginal del arte colombiano con amplios sectores de opinión que miran con indiferencia el activismo de los artistas, un público que aún no se entera en qué consisten tales activismos.  Recordemos una vez más que Zizek los denomina “pseudo-activismos”.

El Museo Colonial comprende que su irrealidad simbólica —concebida sin pecado original— puede llegar al mundo real por medio de propuestas imaginativas como la de Julián Santana. A los museos colombianos les falta el toque de lo real, de ese día a día que flagela despiadadamente la sensibilidad de hombres y mujeres. Ojalá el programa de estímulos del Ministerio de Cultura considere girar recursos tanto al Museo Colonial como al Museo Santa Clara para que este tipo de ejercicios no sean esporádicos, sino, por el contrario, entren a formar parte de un programa estatal para estimular a los artistas a pensar in situ los signos fragmentados de nuestra historia, esos restos de sentido que llamamos Historia Colonial de Colombia. Es fácil apreciar que las directivas de los Museos mencionados tienen la voluntad de salir al encuentro de la ciudad, pero no cuentan con el programa ni tampoco tienen los recursos para animar a los artistas a presentar propuestas de investigación decolonizadas, es decir, informadas en lo formal y libres de los protocolos de cosificación de otros campos.

La visita guía realizada por Julián Santana el día 25 de enero de 2018, fue muy concurrida. De esta manera, los artistas se constituyen en el enlace entre la irrealidad de nuestros museos y la realidad colonial y mercantil que cada uno y cada una encarnamos. El proceso de colonización no cesa. Tampoco la inclemente mercantilización del arte y la cultura.  Además de logros visuales que se aprecian en la concepción de los videos y la exploración estética que se pone en marcha, la gran respuesta del público no artístico a la guía programada, constituye otro de los méritos de la exposición Museo decolonial. Muestra con claridad que Colombia requiere arte, cultura e historia desideologizada. Los nuestros son tiempos que exigen pensar esa colonialidad que día a día luchamos por reforzar.

[1] Significante: imagen sensible aislada de su significado, todo significado es impuesto por algún dispositivo de poder.

 

Agradecimientos: Julián Santana, Museo de Arte Colonial

La Instalación in situ de Nicolás Consuegra y Rodolfo Acosta (Ensamble CG)

Diálogo con el artista Luis Fernando Arango, a propósito de la crítica de Allan Gerardo Luna.

¡Menudo Problema!

No conocíamos el autor que nos compartes. En la escritura de Allan Luna se encuentran elementos críticos interesantes y algunas citas de poetas latinoamericanos con las cuales queda en evidencia la pobreza estética del arte contemporáneo en Colombia. Nos urge deconstruir estos discursos, es decir, evidenciar las falsedades críticas con que se sostienen algunos artistas de élite y denunciar las sobreimposiciones anglosajonas en la sensibilidad artística colombiana. A este tipo de prácticas, Pedro Pablo Gómez las denomina prácticas decoloniales.

Ayer mismo acoté un ensayo de Guillermo Villamizar en el cual este excelente crítico de arte (afortunadamente nunca el Estado lo reconoció a través de sus inanes premios de Crítica), crítica al arte contemporáneo denominado “arte político”. Villamizar critica el concepto “representación” y le contrapone el de “acción”. En mi opinión, se gana poco con el concepto de “acción”. Me parece que poner toda la práctica artística en el asador de “la acción”, aplana la realidad del arte colombiano, es decir, suprime el pensamiento artístico.

Por el contrario, Luna destaca el concepto de “representación”, el cual considero un trauma moderno que es urgente tratar con otro tipo de recursos literarios y conceptuales. Como bien evidencia Luna en sus citas de Jaime Cerón, el problema no es el artista, ni cómo este concibe o realiza sus imágenes, tal y como exige Dimo Garcia. El problema radica en aquello que decimos de las imágenes de los artistas, es decir, radica en el lenguaje que acoge al artista, en el uso sofístico que algún critico de domingo puede hacer de él. Como sabemos, el lenguaje es un dispositivo que el Poder usa para dominar, para disciplinar, para someter, tal y como se ha disciplinado recientemente a Dimo Garcia CamargoLuis Fernando Arango Duarte y otros.

Aprovecho para decir, que mis críticas recientes al “arte contemporáneo” o “arte político” no están dirigidas a los artistas. Porque los hay muy buenos, pero perdidos en la peor de las retóricas contemporáneas. El objeto de estas críticas es el lenguaje que el Poder se apropia para imponer una Estética de Estado, tal y como ha ocurrido en los últimos treinta años en Colombia: ¡dos generaciones bajo el mismo régimen! ¡El del arte contemporáneo estatalizado!

Como dispositivo de poder, la crítica de arte como la de Cerón, de buena fe quizá, puede acabar con ejercicios interesantes como el de Nicolás Consuegra y Rodolfo Acosta. Lo que Cerón dice de la obra de Acosta es falso. Creo más en aquello que escuché. Le creo más a Rodolfo Acosta, (esta percepción quizá la puede corroborar Melissa Vargas).

Esto no quiere decir que las críticas de Luna a la modalidad In Situ, no sean pertinentes. Son relevantes porque los discursos con los cuales muchas les sostienen no tienen pies ni cabeza, como el texto de Jaime Cerón criticado por Luna. Solo me parece que el mismo Luna se equivoca cuando cita a Luz María Sierra, pues el concepto de lugar al que alude tiene que ver con la sustancia ética de México. No es este el concepto de lugar que maneja Consuegra. Reitero una vez más: ante la ausencia de escritura crítica acerca de las imágenes de los artistas, mediante un acto desesperado que no arrogante, los artistas colombianos se centraron en la escritura y se olvidaron de la producción imágenes. Cuando se producen, estas ya no las genera el artista. Los artistas asumieron un rol para el cual no tienen herramientas profesionales. Este es todo el problema con el arte contemporáneo en Colombia. ¡Menudo problema!

Fotografía: tomada del blog de Allan Gerardo Luna Eraso

Guillermo Villamizar: Arte social: de la representación a la acción

El ensayo de Guillermo Villamizar, Arte social: de la representación a la acción, tiene mérito por varias razones. En primer lugar, porque, hasta en sus salidas más triviales, escribir hoy acerca de arte es un anacronismo. El anacronismo es la salida emancipadora con que cuentan hoy las escrituras artísticas, así la escritura de Guillermo no logre evadir el cerco impuesto a la imaginación artística por parte del arte contemporáneo, objeto de su crítica. En colaboración con el Estado, el dispositivo “arte contemporáneo” diluyó la crítica y con ella la imaginación emancipante. Solo hay emancipación en la imaginación. Por el ello mismo, hoy la emancipación es una imposibilidad práctica.

En segundo lugar, el documento es relevante por su densidad, por ello mismo por la riqueza en tensiones y en algunas prolíficas contradicciones. No es mi interés aquí marcar estas tensiones, pues, el autor mismo las intuye. En tercer lugar, porque recoge algunas ideas dispersas en el ethos artístico hegemónico. Es oportuno resaltar que existen muchos más ethos de los que Guillermo menciona. Es más, el ethos social en donde se localiza Guillermo es un hijito del “ethos político” actualmente imperante en Colombia. Como se sabe, este ethos hegemónico actualmente es cuestionado desde diferentes frentes: desde el activismo, por Yecid Calderón; desde la imaginación artística, por Dimo García; desde las apuestas performáticas, por Luis Fernando Arango, Julián Zapata, Billy Murcia, Tina Pit, Dalila Velvet, Alejandro Jaramillo  y Oscar Salamanca, entre otros; desde la crítica independiente, por Ricardo Arcos Palma; y desde la academia crítica, por Liliana Cortés.

En cuarto lugar, vale la pena detenerse en algunas de las ideas esbozadas porque el autor trabaja intensamente de tiempo atrás en la simbolización de los imaginarios artísticos. Sin embargo, como hacen algunos artistas del “ethos hegemónico” (régimen estatal dominante), Guillermo fundió lo imaginario en lo simbólico, en perjuicio del primer registro. Es decir, el “arte social” que se expone a lo largo del texto consiste en el comienzo, una vez más renovado, del “fin del arte”, se trata de dar un puntillazo adicional dentro del coro que canta el final de la imaginación. En quinto lugar, porque, así su texto refrende aquellas tendencias anglosajonas que, contradictoriamente, hacen del logos iconoclasta “obras de arte”, su propuesta nos ayuda a comprender el fango mercantil en donde estamos sumergidos.

No pretendo analizar punto por punto las ideas que Guillermo nos comparte. Sin embargo, voy a acotar a groso modo dos de los ejes de su argumentación. Por una parte, pienso que los conceptos “representación” y “acción” son rezagos de una estética moderna ya incapaz de sacar la cara por los artistas y el pensamiento imaginativo. Nuestra época dejó de propiciar tiempos y espacios para la acción. Para bien o para mal, el mundo se transformó. La digitalización de los cuerpos exige hoy otro tipo de herramientas conceptuales. Además, la peste burocrática y mercantil hace estragos en la imaginación de los artistas que el Estado y las Ferias acreditan. El sano entendimiento recomienda ponerse a salvo. La mayoría de los artistas se refugian en sus blogs de Facebook, es decir, en la boca del lobo. Debemos prepararnos para los   totalitarismos estéticos que se vienen encima.

Por otra parte, Guillermo hace eco de ideologías estéticas hoy en día muy cuestionadas. En especial, las prácticas sociales como alternativa a las prácticas de estudio. Por ello vale la pena mirar, así sea someramente, cómo se anudan, para revisarlas y repensarlas.

1) El arte es una potencia transformadora. El arte no transforma nada. No soluciona nada, porque su mérito es inventar imaginarios que nunca logran realizarse. Su virtud es fracasar, consiste en mostrar salidas que llevan al mismo lugar, una y otra vez. Atisbar esas salidas inútiles es el mérito en las apuestas de todo artista.

2) El arte contemporáneo es una revolución. Es un abuso teórico hablar de revolución cuando en verdad se trata de implementar prácticas de sometimiento de la imaginación. Guillermo tiene claro cómo opera este totalitarismo larvado, en especial cuando reflexiona acerca del “arte político”. Sin embargo, según Guillermo, la diferencia entre “arte político” y “arte social” consiste en que este último es acción pura, es decir, sin objeto. Olvida que entre lo político y lo social existen lazos que permiten transitar cómodamente de un escenario al otro.

3) Prácticas de estudio y prácticas sociales. Prácticas privadas y prácticas públicas. Estas prácticas que Guillermo peyorativamente llama de “estudio”, son la salida —así sea inútil— del totalitarismo del “arte político” y el “arte social”. A través de este tipo de prácticas el artista hace un examen de sí mismo.  Los agentes del “arte político” y el “arte social” reivindican una superioridad moral que están lejos de tener, precisamente porque no han sometido sus creencias e ideologías a un examen sincero, pero sobretodo riguroso.

 

Los límites de la Instalación in situ y el dispositivo museístico

Con bastante afluencia de público, la tarde del 6 de abril de 2005, Miguel Angel Rojas Ortiz abre una exposición que sorprende a Bogotá y la saca de sus rutinas artísticas más cotidianas. Nadie queda indiferente. Se trata de una instalación in situ, de la cual solo sobreviven las obras instaladas, hoy hacen parte de colecciones privadas y públicas que destruyen la experiencia que tuvo el público en general con la propuesta del artista.

Varios factores contribuyen a que, en Colombia, con el David de Rojas comience la historia del arte del siglo XXI. En especial, encontramos factores extrínsecos a la producción de arte como es la gestión. Asimismo,  existen factores intrínsecos como la sutileza del pensamiento del artista, la pertinencia de la idea explorada y la precisión de su respectiva escritura plenamente localizada.

El primer lugar, es importante recordar la gestión espacial de los orientadores de la Galería Al Cuadrado. Durante los años en los cuales se desplegó su gestión, sorprende a la ciudadanía con exposiciones memorables. Este espacio nómada se constituye en una alternativa artística para socializar los avances de las propuestas artísticas que dialogan con la época y con espacios específicos. Las ideas de Al Cuadrado llaman la atención de la ciudadanía y de inmediato los y las artistas que promueven obtienen su respaldo.

El espacio localizado para instalar la propuesta de Rojas es la segunda torre del Antiguo Hotel Hilton de Bogotá, un monumento a la corrupción y al vandalismo de las élites que aún administran los recursos públicos que nos pueden sacar de la barbarie a la cual somos sometidos y sometidas.

En esta ocasión, Rojas presenta la instalación Quiebramales y el video Borde de pánico. A pesar del interés conceptual que estas dos obras suscitan, la serie fotográfica David es la que toca, atraviesa y arrebata los cuerpos de los allí presentes. Allí, de la entraña de los muros emerge serena la tradición clásica griega. La mirada del David impone un silencio elocuente, señal inequívoca de que se está en presencia de algo por fuera de lo común. El David nos arrastra a mirar de frente los muñones arquitectónicos en los cuales se instala el cuerpo mutilado de un colombiano. La historia reciente de Colombia hila restos de muñones estéticos, éticos, políticos y sociales, dispersos a lo largo y ancho del país.  La adecuación del espacio evidencia una crítica silenciosa de los protocolos de cubo blanco que imperan en las exposiciones del arte colombiano. El contexto que configura y rodea al David es conmovedor. Se trata de una conmoción que obliga a pensar lo común a todos y todas, lo cual es sin duda alguna, mérito del artista.

En segundo lugar, Rojas toca porque sabe y ama lo que sabe: su contexto de acción, es decir, las sensibilidades de las mujeres y los hombres que lo tensan con cada uno de
los problemas que evidencian sus preguntas reiteradas en diferentes contextos. Solo mediante esta sabiduría artística, el artista logra sintetizar de
manera específica la poética en lo eterno de la Historia del Arte occidental. Sin los amaneramientos ni los pastiches con que tropiezan las imágenes de muchos artistas posmodernos, el David se constituye en la imagen del siglo XXI, de esta época en que la corrupción amenaza con mayor descaro las libertades de mujeres y hombres. La guerra que denuncia Rojas y en la cual han participado muchas inteligencias estéticas y políticas, es el mayor acto de corrupción sostenida a lo largo de décadas en Colombia. Que no nos sorprenda entonces que la paz aún esté embolatada, como diría la artista Ana Isabel Diez, una mujer que ha estado muy cerca de la guerra de la cual habla Rojas de manera reiterada.

Son contadas las obras que logran el efecto emancipador y poético que suscita el David de Miguel Ángel Rojas, desde 2005 hasta hoy. Emancipar es atreverse a conducir la mirada hacia uno mismo, hacia aquello que impide ver lo real, lo innombrable del arte y de la política. La emancipación pasa por asumir esa responsabilidad con uno mismo. Rojas contribuye a promover el cuidado de esta ética de lo común, pero sin la pedantería ni la soberbia que suelen ostentar quienes hablan de la ética en el arte. Trae a la actualidad estrategias de expresión que sacuden sin violentar, que conminan a pensar cada una de las preguntas que salen como saetas por la mirada del David. Aún hoy sin responder, sin voluntad expresa de comprenderlas y elaborarlas. Aún no tenemos el coraje de asumir nuestra responsabilidad por la violencia que padecen miles de cuerpos de hombres y mujeres en distintos contextos. Cincuenta por cien de los colombianos desean que la barbarie de los actos de guerra continúe.

El 6 de enero de 2018 vi de nuevo el David de Rojas en el Museo Nacional, instalado al lado de un San Sebastián de Ignacio Gómez Jaramillo. Lo vi como si lo hubiera visto por vez primera. Me sorprendió. Me inquietó. Me conminó a pensar. Puede advertir que la idea estética y la pertinencia política conservan la fuerza poética con la cual irrumpe esta imagen en Bogotá, en 2005. Sin embargo, algo queda atrás, olvidado, por fuera de la historia, domesticado por el dispositivo museístico. La instalación se disolvió, se perdió: hay algo esencial de ella que falta, que no entra en este dispositivo de saber-poder, como diría Michel Foucault: la experiencia de mujeres y hombres en aquel contexto de guerra que se respiraba dentro de los muñones de la fallida torre del Antiguo Hilton. Por supuesto, de esta contingencia administrativa y social no es responsable el artista. Parece que este es el precio que deben pagar las obras que se constituyen en imagen de su tiempo.

Fotografía: tomada de Jet-Set