El arte y la verdad: momento crucial para la capital política de Colombia

Activista, bloguero, conferencista, crítico, escritor, investigador, profesor universitario, entre otros méritos, Ricardo Arcos-Palma pone  su nombre al servicio de las urgencias sentidas  de las bogotanas y los bogotanos. En especial, Arcos-Palma constituye  la mirada crítica que se requiere para cambiar desde dentro las costumbres de la burocracia capitalina, para desmontar los carruseles estéticos del Distrito Capital, para denunciar sus abusos, para llamarle seriamente la atención a las clientelas aristocráticas que se apropian de los recursos fiscales de los artistas populares, es decir, de todos y todas nuestras amigas virtuales afectos a las artes. Como suele rezar la sabiduría popular, «las latas de lombrices sólo se pueden abrir desde dentro». No dudamos de que Arcos-Palma pondrá al tanto del Concejo de la Capital, los abusos de la clientela estética de Bogotá.

Con Arcos-Palma, llega el momento de la reflexión crítica a los espacios del arte que se estimulan con apoyo de los recursos de todas y todos los capitalinos. Llega el momento de formular preguntas. Es la oportunidad de evaluar todos los programas de estímulos artísticos, inclusive los más reservados como el premio Luis Caballero: ¿a quién sirven? ¿Quién los manipula? ¿Qué espacios de igualdad y libertad se han logrado abrir con ellos? ¿Cuáles se han cerrado por descuido o por el nepotismo que impera en el Distrito estético? ¿Qué se ha perdido? De ser beneficiado con la confianza de los capitalinos, éstas, entre muchas otras preguntas, deberán ser abordadas dentro de la gestión de Arcos-Palma en el Concejo de Bogotá. ¡Y contestadas! ¡No evitadas!

El ejercicio político del artista Arcos-Palma es inédito dentro de las prácticas artistas de Bogotá. Se convierte en una oportunidad de hacer un quiebre a la bestia burocrática que carcome los presupuestos  de Bogotá. Arcos-Palma puede contribuir a abrir otras maneras de pensar la ciudad, tanto en lo artístico como en lo político. Conoce la enfermedad que corroe los procesos que hacen visibles las prácticas de los artistas que se afincan en Bogotá. Con coraje las ha denunciado, así últimamente la prudencia política le recomiende la mesura con la cual mira actualmente la ciudad y sus procesos críticos.

Desde este espacio, invitamos a nuestros amigos y amigas a considerar el nombre de Ricardo Arcos-Palma y de Clara López en las próximas elecciones. Aquí votaremos por ellos. A los dos, les aseguramos una crítica férrea por todo aquello que dejen de hacer en favor del campo del arte colombiano. Como en este espacio no somos políticos, tenemos la oportunidad de ser imprudentes razonablemente.

A corto plazo, ojalá los artistas logren recuperar la Galería Santa Fe como espacio de producción de pensamiento y no sólo como recursos in extremis para cubrir necesidades particulares. Ojalá la próxima dirección del Idartes se comprometa más con este campo tan venido a menos y le asegure a los artistas un espacio lo más alejado posible del discreto encanto de los artistas y curadores de ArtBO. Ojalá Clara López y Ricardo Arcos-Palma logren introducir en el Idartes el criterio de igualdad que con insistencia reclaman los y las artistas colombianas.

PD:

Por su condición de funcionario público, el maestro Ricardo Arcos-Palma retiró su nombre de la lista  de candidatos al Concejo de Bogotá. En nombre de los miles de artistas que reclaman políticas igualitarias para el estímulo de las artes en Bogotá,  el artista José Orlando Salgado asume el reto de llevar aire fresco al Concejo de Bogotá.  Ojalá su nombre tenga acojida en el campo del arte local. Desde este espacio, el maestro Salgado cuenta con nuestro apoyo. Creemos que una Bogotá igualitaria es posible. Todo aquello que manifestamos acerca del maestro Arcos-Palma, puede decirse del maestro Salgado.

orlando salgado

PreDArte: Los Salones Regionales y Nacionales de artistas, vistos desde el Día Nacional

 
Todo está listo para el desfile presidencial. En el Día de la Independencia, una antigua clasificación que Jorge Luis Borges recoje en su poética, sirve para iluminar la retórica aristocrática de los Directores Artísticos del Ministerio de Cultura de Columbia. Invitamos a proponer nombres para incluirlos en cada de los feudos propuestos por el poeta. Poesía y artes plásticas son convocados a reconciliarse.  La clasificación de la fauna de Borges es la siguiente:

Los pertenecinientes al emperador…

 

Los embalsamados…

 

Los amaestrados…

 

Los lechones

Las sirenas…

 

Los fabulosos…

 

da de la independencia cuatro

Los perros sueltos…

 

Los incluidos en esta clasificación…

Los  que se agitan como locos…

 

Los innumerables…

 

Los dibujados con un pincel fínismo de pelo de camello…

 

Los etcétera…

da de la independencia dos

Los que acaban de romper el jarrón…

Los que de lejos parecen moscas…

 

Proponga usted su propia categoría…

dia de la independencia seis

 

Imágenes:

 

Alex Rodríguez: 43 Salón Nacional

En los lugares, 2013

Instalación. Madera, objetos, papeletas de bazuco y libro.

El ejercicio artístico de Alex Rodriguez es uno de los pocos que logra superar las taras minimalistas que impiden pensar a los artistas que fueron convocados al 43 Salón de Artistas Inter. Hay otros, pero no muchos. Rodríguez deconstruye la ficción de este Salón.

Fotografías: Ricardo Muñoz

 

 

 

 

Amor más allá de la muerte

El mejor lugar de Bogotá para vernos como urbanitas sobrevivientes son las ventanas del Museo de Arte Moderno. Esa excusa sirvió a su curadora María Elvira Ardila para encontrar  una exposición memorable. La lista de los artistas, la mezcla de generaciones, de técnicas, la humildad de los montajes, hasta la inexistencia del material informativo, todo contribuyó al juego del descubrimiento de unas obras extraordinarias. Obras difíciles de encontrar, otras obras solo conocidas de oídas. Que una curadura, busque en la experiencia del trauma diario del edificio del Museo, al confrontarse con ese adefesio, esa masa aberrante de la corrupción pública, ese mal llamado “Parque Bicentenario”, constituye una de las mejores tomas de posición en los últimos tiempos en el arte colombiano. Presentar el aquí y el ahora, mostrar la lucha por el sueño visto pero no conquistado, mantener la fuerza que yace en la mirada urbanita, son los legados de una exposición que merece ser recordada.

Fotografías: cortesía de Óscar Monsalve.

La Historia del Arte y el tiempo de la escritura*

Hay libros que poseen la virtud de mostrar el clima intelectual de toda una época. Uno los lee y tiene la sensación de hacerse cargo de lo que sucede en todo un campo disciplinario, como si estuviera respirando el aire de un tiempo nuevo. Sin lugar a dudas, El tiempo de lo visual es uno de esos libros. Y su autor, Keith Moxey, uno de los críticos que mejor ha sabido captar el estado de la Historia del Arte en el mundo contemporáneo y apuntar caminos para avanzar ante los desafíos del presente. Su obra es un ejemplo de los desarrollos de esta disciplina –y de las humanidades en general– durante las últimas tres décadas. Centrada en un principio en el examen del papel de las imágenes durante la Reforma, en especial en el Renacimiento nórdico [1], sus preocupaciones, sin embargo, se han ido extendiendo al total de la disciplina: hacia otros ámbitos –el arte contemporáneo o las prácticas no occidentales– y sobre todo hacia preocupaciones teóricas y metodológicas como la formación del canon, la periodización, la voz del historiador…, en resumen, el complejo entramado de elementos que construyen eso que llamamos “Historia del Arte” en todas sus variantes.

Desde sus primeros textos, Moxey se ha interrogado no sólo por el arte como objeto de estudio, sino por el modo en que éste ha sido construido artificialmente por parte de los historiadores, prestando una atención especial al lugar que “la teoría” ocupa en la escritura. La teoría específica –la metodología–, pero también la teoría entendida como aquellas asunciones no siempre conscientes que todo acercamiento al objeto posee. Podría decirse que la clave de todo su trabajo se encuentra en una autoconsciencia del hacer del historiador, es decir, en el examen de las posibilidades de la disciplina para conocer y transmitir conocimiento. Sus textos son ejercicios de epistemología de la Historia del Arte. Tanto sus trabajos “explícitamente” teóricos como sus “puestas en práctica” de la teoría a través del análisis histórico. En cierto modo, la expresión “la práctica de la teoría”, el título de uno de sus libros más célebres, tiene que ver con esta idea: que no es posible separar práctica y teoría, que la teoría –las asunciones teóricas detrás de cada texto, conscientes o inconscientes– impregna y penetra el ejercicio de la Historia del Arte.

Sus dos obras de referencia sobre estas cuestiones, The Practice of Theory y The Practice of Persuasion[2], muestran lo anterior de modo evidente y, sobre todo, denotan un modo particular de escritura en el que uno puede reconocer ciertos rasgos que vuelven a darse en el libro que el lector tiene ahora en sus manos.

En primer lugar, los escritos de Moxey poseen una clara visión cartográfica. Igual que sucede con Martin Jay en el ámbito de la filosofía, Moxey tiene la capacidad de identificar problemas y preocupaciones intelectuales y la virtud para tomar distancia y mirar desde lejos, con una perspectiva “icariana” capaz de situar y ordenar cosas que no siempre percibimos a primera vista. Esa distancia crítica respecto al hacer confiere a sus textos una suerte de autoconsciencia: una vez realizado el zoom, Moxey es capaz de situarse a sí mismo en un lugar concreto, observar la artificialidad –o lo construido– de la disciplina y medir posibilidades para dar cuenta de su objeto. En este sentido, una de las características centrales de su escritura es la obsesión por encontrar la voz del historiador. El historiador mancha la historia igual que, en la teoría de la mirada de Lacan, el espectador mancha el campo escópico. Está en medio de las cosas, no puede apartarse de ellas. Todo el proyecto historiográfico de Keith Moxey parte de esa toma de conciencia de la presencia latente de la subjetividad del historiador en el texto. El escritor no puede ser quitado de en medio; no puede desaparecer. Y eso hace que cada vez que leamos un texto debamos tratar de identificar quién habla, cómo lo hace, para quién y con qué fines. Pocos historiadores son capaces de escuchar el murmullo de voces que siempre hay bajo un texto con la precisión que lo hace Moxey. Y pocos tienen la finura para encontrar huellas y rastros de subjetividad incluso en aquellos lugares en que ingenuamente todo parece haber sido borrado.

Junto a esa “distancia para comprender”, uno de los rasgos que más llaman la atención de la escritura de Moxey es su forma interrogativa y escéptica. Sus textos están plagados de signos de interrogación: preguntas retóricas en ocasiones y otras veces no tanto. Todo se cuestiona, una y otra vez, incluso aquellas cosas que creíamos saber. No hay nada que se dé por supuesto. Moxey parece entender la Historia del Arte como una disciplina interrogativa, como el arte de hacer preguntas, de abrir interrogantes constantemente, incluso si uno no tiene respuestas para contestarlos. Escribir desde el escepticismo y la curiosidad. Esta estrategia hace que el autor tenga la capacidad de explorar y plantear cuestiones en las que algunos sólo se adentrarían si poseyeran las respuestas.

Ese modo de construcción denota, además de una curiosidad absoluta por el fenómeno artístico en todas sus variantes, un modo de hacer no autoritario: el historiador no trata de proporcionar verdades y respuestas certeras, sino más bien de abrir espacios para la reflexión. Sus textos son líneas de fuga. Al entrar en ellos, el lector se siente interpelado incesantemente, persuadido, y se hace consciente de que el conocimiento no está dado de una vez y para siempre, sino que es móvil y se encuentra en constante mutación.  En realidad, si uno lo piensa bien, su escritura, desde un principio, es una interrogación por la capacidad de la Historia del Arte para dar cuenta de los problemas del fenómeno artístico: ¿qué puede la Historia del Arte? ¿Cómo conoce? ¿Cómo transmite? ¿Cómo funciona? ¿Para qué sirve? ¿A quién sirve? En sus libros anteriores estas preguntas son planteadas a través de la herencia intelectual del posestructuralismo y la deconstrucción. Y parten de la base de que el texto es un lugar de encuentro de intereses e ideologías, un dispositivo no transparente cargado de significados más allá de lo evidente. El texto, pues, como lugar de encuentro. Y sobre todo como algo que, precisamente por eso –por la cita de tiempos–, tiene mucho que decir sobre el presente. Allí, como ahora, por encima de cualquier cosa, Moxey observa la importancia de la Historia del Arte en el presente: “¿el intento de ser histórico no podría incluir la consciencia de los modos en que nuestros intereses y preocupaciones contemporáneos informan nuestro enfoque del pasado?”[3] A partir de esta idea, Moxey concibe la Historia del Arte como una disciplina que camina a dos tiempos –y esto adelanta algo que se hace explícito aquí, en El tiempo de lo visual–: el pasado y el presente. Casi en un sentido benjaminiano –y en clara cercanía a planteamientos como los de Georges Didi-Huberman o Mieke Bal–[4], el autor es consciente de que el pasado no está cerrado: nos afecta y, en cierta medida, podemos cambiarlo. En este sentido, su Historia del Arte tiene un sentido político. Nuestro conocimiento del pasado ilumina el presente. Lo cambia, lo transforma. Y también al revés: el presente ilumina el pasado, y en cierto modo lo rescata.

El tiempo de lo visual se enmarca dentro de esa preocupación por las asunciones epistemológicas de la historiografía artística. Y con ese método anteriormente descrito –visión cartográfica, autoconsciencia, escritura escéptica– se adentra en la interrogación de uno de los problemas centrales del presente: el tiempo. De nuevo, Moxey toma el pulso del presente, identifica uno de los centros de debate de la actualidad y lo rodea desde todos los ámbitos, mostrando las diversas posturas y tradiciones que “construyen” el problema. Es cierto que “el tiempo” ha estado siempre presente en la reflexión humanística, especialmente en las disciplinas históricas. Sin embargo, en las últimas dos décadas su importancia ha ido creciendo cada vez más hasta convertirse en uno de los problemas que parece necesario volver a ser pensado, enunciado y conceptualizado, sobre todo a la luz del debate en torno al mundo global y los tiempos de la historia.

Una de las consecuencias de la globalización en el ámbito [de]las humanidades ha sido la puesta en crisis de los discursos históricos centrados en Occidente. El sentido lineal, causal y teleológico de la historia universal se ha desarmado en el choque con otros escenarios, historias, tradiciones y modelos de experiencia del tiempo y ha dado lugar a un atasco de las herramientas discursivas de las distintas disciplinas humanísticas occidentales. Se trata de la crisis de todo un modelo de conocimiento que se ha gestado a través de una concepción del mundo basado en la preeminencia de Occidente y su historia sobre el resto del globo. Cuando entramos en un período como el presente –la llamada “contemporaneidad”– y se demuestra la presencia de otras líneas, otras modernidades, otras historias, otros conceptos y categorías, todo el discurso histórico, con sus herramientas de análisis, se viene abajo.  Moxey realiza una amplia y lúcida cartografía de esa preocupación que va desde la filosofía a la antropología, pasando por los desarrollos de la propia disciplina, para intentar repensar las posibilidades que tiene la Historia del Arte de dar cuenta de su objeto –y su mundo– cuando todo, incluso sus propios fundamentos disciplinarios, han comenzado a deshacerse. El tiempo de lo visual puede entenderse, pues, como un intento, en primer lugar, de mostrar cómo afectan las nuevas concepciones del tiempo a la disciplina y, en segundo, cuáles son los modos en los que, a partir de ese momento, es posible la escritura y el conocimiento.

Tras la disolución del tiempo lineal y la toma de conciencia de la multiplicidad de líneas e historias, ya no nos sirven los modelos heredados; es necesario pensar con nuevos paradigmas temporales. Es aquí donde Moxey introduce un concepto clave en su argumentación: la heterocronía, la toma de conciencia de que el tiempo es múltiple, que en cada espacio, en cada momento, en cada contexto se experimenta y tiene lugar de modo diferente. Este concepto es un modelo de pensamiento, pero también, si se piensa bien, una categoría política, pues, aparte de servir como toma de conciencia de una modalidad de tiempo, puede ser desplegado como modo de resistencia frente a un sentido monocrónico del tiempo: el tiempo global, el tiempo colonial, el tiempo del capital, es decir, el tiempo de la modernidad hegemónica.

El cuestionamiento del tiempo que pone en juego la heterocronía constituye la base de los textos de la primera parte del libro, donde Moxey observa cómo la idea de que [la] modernidad es múltiple problematiza el canon y lleva a la Historia del Arte a la necesidad de volver a pensar las relaciones entre centro y periferia, y especialmente a desconfiar de la existencia de una flecha del tiempo que camina hacia un lugar concreto y frente a la que todo lo demás debe ordenarse. Si la modernidad es múltiple, incluso una idea como la de “Renacimiento”, una de las últimas resistencias del tiempo lineal, debe ser cuestionada. Y por supuesto, si el tiempo del ahora es un conglomerado de tiempos, es necesario reflexionar sobre uno de los elementos centrales para el historiador: la periodización, un elemento en crisis absoluta desde el momento en que la contemporaneidad es definida como un tiempo más allá del tiempo histórico. Al pensar de ese modo el tiempo, estamos poniendo contra las cuerdas a la propia disciplina, demostrando su artificialidad y su parcialidad, y también su inutilidad para conocer y transmitir ciertos fenómenos.  ¿Qué hacer, entonces? Frente a ese “fuera de la historia” que podría llevarnos al colapso del pensamiento histórico, Moxey propone un método no autoritario: el uso de la heterocronía como un marcador de posibilidad, como una mancha de la falibilidad de la disciplina. Que la sola pregunta por cómo dar cuenta del tiempo se convierta en algo propio del método. Se trataría, pues, de cuestionar. Y de trabajar a partir de ese momento con una disciplina, una escritura, consciente de su propia debilidad, de su imposibilidad para mostrar el tiempo real.

La crisis del tiempo lineal hace su aparición en la segunda parte del libro a través del concepto de “anacronismo”, la toma de conciencia de que las obras habitan en el tiempo, que ofrecen y abren su propio tiempo, y que tienen la capacidad de afectar al presente. Ese encuentro entre pasado y presente, entre la obra y el historiador –y el espectador–, o la materialidad inevitable del objeto artístico se vinculan para Moxey con una especie de “giro fenomenológico”, de atención a la presencia de la obra de arte y a una experiencia no reductible al significado. En esta segunda parte, podemos encontrar de nuevo una presencia soterrada del pensamiento de Benjamin, fundamental, por ejemplo, en las formulaciones de Didi-Huberman. Como es sabido, en las tesis de la historia, Benjamin aboga por un tiempo abierto, cambiante, que afecta al presente. Y también, y sobre todo, por una materialidad de la experiencia.

Es en “El giro icónico” donde Moxey despliega su gran capacidad cartográfica. Se trata de uno de los textos más lúcidos y pertinentes de todo el libro. Ahí propone una revisión de algunos de los desarrollos recientes de la Historia del Arte y de una especie de cambio de paradigma: desde el significado a la presencia. Y lo hace volviendo sobre uno de los puntos centrales de su pensamiento explorado ya en textos anteriores: la relación de la Historia del Arte con los Estudios Visuales. Moxey ha contribuido como pocos a mostrar una postura conciliadora, alejada de las diatribas y los intentos de mostrar una clara separación entre ambas disciplinas. Frente a los miedos y la cerrazón institucionales, Moxey defiende los espacios de contacto y aboga por una apertura necesaria hacia los Estudios Visuales que, entre otras muchas cosas, nos haga conscientes de la ilusión que supone seguir creyendo en la especificidad –y la autonomía– de la obra de arte.

Para el argumento del libro la clave está en el énfasis puesto en la potencia de lo visual, en la idea de que hay algo en las imágenes, en las obras, en los objetos, que no puede ser trasladado al texto, que no puede ser del todo racionalizado. Hay algo en su materialidad que excede al significado. Esta consideración de la centralidad de la presencia entronca directamente con el auge de los nuevos materialismos en las humanidades, así como con el retorno de la experiencia y la revalorización del encuentro y el afecto en la producción de subjetividad. Y en cierto modo también supone una vuelta del lector. Pero ya no del lector que interpreta sino del lector que es tocado por algo que ya no sabe o puede descodificar del todo. Si el más allá del tiempo suponía una crisis de la historia, este más allá de la significación supone una especie de crisis del lenguaje.

En el fondo, este retorno de lo material quiebra la posibilidad de transmisión total, y lo que pone en juego es la capacidad de traducción y, una vez más, la capacidad de la disciplina para hacerse cargo por completo de su objeto. Hay un excedente que escapa a la interpretación, que escapa al texto, y que mancha la disciplina. Y ese excedente es el que quiebra la transparencia de la interpretación. Hay algo más allá, algo que no puede ser comunicado, traducido, textualizado. Y ese más allá imposible es lo que Moxey examina en los restantes textos a través de ejemplos concretos, como los estudios sobre los cuervos de Bruegel y los problemas de la écfrasis, las imágenes de Holbein y el cuestionamiento de la representación; o el examen de la “distancia imposible”, esa dimensión fundamental del encuentro entre tiempos diferentes, tanto entre el historiador y la obra, como entre historias en un texto, o incluso entre la obra y el espectador.

Moxey trabaja haciendo presente la opacidad de la obra y también del texto: su escritura de la Historia del Arte es un intento de restaurar la transparencia imposible, una puesta en obra de lo incomprensible. Pero en ningún caso Moxey se aleja de la razón, ni de la historia. Sus textos son un intento de comprender lo incomprensible, de poner orden a eso que no lo tiene. Aunque sea un orden consciente de su mutabilidad. Un orden que alberga siempre dentro de él la posibilidad de su disolución y desmontaje. Moxey, en realidad, despliega su conocimiento como una especie de conector, intentando conciliar voces y posturas, confrontando posturas aparentemente diferentes entre las que acaba viendo algo en común, o posturas a priori semejantes entre las que inserta la diferencia clave. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el giro icónico, donde intenta conciliar lo ontológico con lo semiótico, la presencia con la representación, articulando ambas posturas y observando la necesidad de una mirada de conjunto sobre la realidad.

El anacronismo como distancia imposible, la traducción como tarea imposible, la heterocronía como periodización imposible… en el fondo, lo que propone Moxey a lo largo de estas páginas es una “precarización” de la disciplina, un alejamiento de un modo totalitario y verdadero de hacer Historia del Arte; una Historia del Arte consciente de sus propios límites, penetrada por el escepticismo y la duda constante, una Historia del Arte que en lugar de ofrecer respuestas claras, fijas e inamovibles, sea al menos capaz de formular preguntas que no son fáciles de contestar –y que en ocasiones no pueden ser contestadas.

“Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.”, escribía Samuel Beckett en Rumbo a peor. Quizá éste sea en última instancia el sentido de la escritura de la historia cuando llegamos a la conclusión de que nuestras herramientas son heredadas y ya no valen para hacernos cargo de un mundo que se nos escapa: no callar, seguir intentándolo, conscientes de la dificultad, sí, pero no desfalleciendo, perseverando, intentando, una y otra vez, fracasar mejor.

 

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El presente texto corresponde al prólogo a la edición del trabajo de Keith Moxey El tiempo de lo visual / La imagen en la historia que ha hecho la editorial Sans Soleil y que fue presentado en Madrid en La Central de Callao el pasado viernes 3 de julio.

La traducción ha estado a cargo de Ander Gondra Aguirre.

 

Notas

[1] Keith Moxey, Peasants, Warriors, and Wives: Popular Imagery In the Reformation. Chicago: University of Chicago Press, 2004.

[2] Keith Moxey, The Practice of Theory: Poststructuralism, Cultural Politics, and Art History. Ithaca: Cornell University Press, 1994; The Practice of Persuasion: Paradox and Power In Art History. Ithaca, N.Y.: Cornell University Press, 2001. En España una versión de algunos de estos textos fue publicada como Teoría, práctica y persuasión. Estudios sobre historia del arte. Barcelona: Ediciones del Serbal, 2004.

[3] Keith Moxey, Teoría, práctica y persuasión, cit., p. 7.

[4] Georges Didi-Huberman, Ante el tiempo. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2006; Mieke Bal, Quoting Caravaggio: Contemporary Art, Preposterous History. Chicago: University of Chicago Press, 1999.  Publicado originalmente en Salón Kritik

Al oído de la entrante Alcalde Mayor de Bogotá

A diario miles de colombianos y colombianas llegan llenos de esperanzas  a Bogotá.  A su llegada, sienten  la brisa fresca y la luz  multicolor con las cuales se hace resistencia activa al ‘derecho natural’ que se arrogan los pocos para reinar sobre los muchos, tanto en el campo del arte institucional como  en la política partidista. Pronto se dan cuenta de que Bogotá no sólo es una ciudad de negocios como creen los comerciantes. También comprenden que Bogotá no es sólo  la ciudad de la política real como creen los altos empresarios. Principalmente, se percatan de que Bogotá teje los  espacios en donde todo aquello que sabemos acerca del arte se pone en juego en cada una de las prácticas realizadas por los artistas colombianos que la habitan. Se trata de aquellas prácticas entendidas como el arte de ponerse en figura actuada y sentida, el arte de elegir la manera como los otros nos han de leer, el arte de erigirse como persona, el arte de emerger como sujetos y sujetas de derechos.

Bogotá tiene poca oferta cultural de interés para la ciudadanía en general. Por un lado, el enfermo cultural no quiere. Por otro lado, el Estado tiene poco para medicarle. Aún así, los artistas de vanguardia logran agarrarse e instalarse en los bordes del discurso mercantil pomposamente llamado Arte Contemporáneo: el arte de los mercados globalizados. Recientemente, algunos de estos artistas muestran convincentemente que arte no sólo es aquello que unos pocos contemplan en los Museos especializados, ni aquello que otros pocos miran con desconfianza en las Galerías de Arte. Para aquellos y aquellas a quienes hoy se les llama artistas post-contemporáneos, arte es el acontecimiento de sentido que sale al encuentro del hombre y la mujer de la calle, que los toca y los transforma propiciando una experiencia de verdad. El arte que toca reconfigura los imaginarios de quienes hacen su día a día en las calles de una ciudad tan conflictiva, corrupta, desigual, diversa, estudiosa, excesiva, intensa, joven, lúdica y violenta como Bogotá. 

 

no es ro diesciseis

 

Con base en esta experiencia expandida de ciudad abierta a las esperanzas de los ciudadanos colombianos, llamamos arte post-contemporáneo a aquellas prácticas que se regulan al margen de los intereses implacables del mercado. Al salirse de las lógicas del mercado, los artistas no sólo configuran una política artística. También instalan opciones de igualdad y libertad inéditas que iluminan los imaginarios culturales, éticos, políticos y sociales de la ciudadanía en general. La experiencia del arte post-contemporáneo configura una política, porque algunas de sus acciones modifican las percepciones psicológicas que de sí mismos tienen hombres y mujeres. Esta distancia crítica con respecto al arte comercial o contemporáneo,  es el motivo que anima hasta hace poco algunos de los estímulos artísticos de la Alcaldía Mayor de Bogotá dirigidos a los artistas colombianos plásticos y visuales. Con el colapso de la Galería Santafé, la pequeña oferta cultural y artística independiente de Bogotá se contrae peligrosamente. La precaria oferta cultural del Distrito Capital corre el riesgo de quedar asfixiada por el juego perverso que se pone en escena entre los intereses burocráticos nacionales y locales, las lógicas partidistas de los gobiernos de turno y la política global de los mercados suntuarios.

 

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¿Qué es el arte para un político? ¿Qué es el arte para un o una ciudadana? ¿Qué es el arte para un o una artista? Estas son preguntas que una y otra vez deben ser abordadas y contestadas provisionalmente. En el campo del arte no existe nada definitivo. Sus puntos de encuentro son cambiantes, frágiles, inestables, venales, muchas veces banales, por ello mismo proclives a ser manipulados por la alta burocracia y las élites burguesas. Ubicados dentro de este paisaje crítico, toda respuesta ofrecida al campo artístico debe ser respondida desde el marco revolucionario que ofrece la actualidad social y política colombianas. El artista crítico debe tener en cuenta aquella realidad real que irrumpe en nuestras prácticas cotidianas desconfigurándolas. Debe cuestionar sus prácticas con base en esa realidad que interrumpe los consensos burocráticos, culturales, económicos, fálicos, políticos y sociales, aquellas ficciones ideológicas que los pocos que se presentan como muchos, imponen a los muchos reducidos a desempeñarse como minorías. 

 

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Ahora bien, a nivel político, ¿qué más revolucionario puede haber que la reconfiguración del orden que regula las relaciones sexuales, eróticas, amistosas y amorosas de hombres y mujeres? Este asunto tan sensible en Colombia, no es poca cosa, pues, todavía se violenta de muchas maneras a los hombres y a las mujeres que eligen libremente sus preferencias eróticas y sexuales. Por tal motivo, este reordenamaiento sensible se anuncia como el ámbito del cual emergen las principales ideas de los y las artistas colombianas: los profesionales y los espontáneos. Esta revolución expandida del siglo XXI,  invita a los artistas a mirar cómo lucen en sus múltiples y vistosas sombras los hombres y las mujeres de nuestros días. Para realizar este ejercicio, es oportuno mirar las performances de ciudad abierta a la esperanza social, aquellas acciones sentidas de quienes asisten a las marchas por la reivindicación de la igualdad ciudadana. Ciudad a veces atropellada y exaltada, a veces ensimismada e indiferente, la mayoría de las veces entregada al goce de sus fantasías privadas: ¿qué mejor que mirar esta bella y turbulenta ciudad en acto, actuándose a sí misma? Ya lo decía Andy Warhol: las mejores ideas emergen de la urgencia de ser otros y otras, emergen de los sujetos en trance, arrastrados hasta  sus limites. Se trata de aquellos seres hablantes que ponen en juego todo aquello que los otros han dicho de ellos. En adelante, en Colombia, quien se ocupe de las prácticas artísticas performáticas –profesionales o espontáneas–, debe presentar y justificar públicamente sus impresiones respecto a esta revolución sensible. Si no, debe explicar por qué no lo hace.

 

 

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A pesar del silencio social culturalmente programado y de la indiferencia de la administración de Bogotá y la de Colombia en su conjunto, el domingo 28 de junio de 2015 miles de hombres y mujeres salen a las calles bogotanas. En primer lugar, denuncian abiertamente la cultura falocéntrica como dispositivo de exclusión. En segundo lugar, cuestionan artísticamente el programa político de ciudadanías—a—medias, recurso implementado tímidamente por medio de políticas de género silenciosamente correctas, tanto a nivel local como nacional. El dispositivo estético de ciudadanías—a—medias opera eficientemente. Por una parte, una mitad ciudadana de las colombianas y los colombianos es asegurada y puesta  al servicio político de los señores feudales. Por otra parte, la otra mitad es dejada en la oscuridad de su vida privada, para que sea ejercida en las preferencias más personales de cada una y de cada uno. Durante la marcha de la dignidad de las comunidades Lgtbi, los medio—ciudadanos, y las media—ciudadanas, exigen una ciudadanía reivindicatoria de los derechos que amparan las libertades constitucionales de las sociedades democráticas, igualitarias,  liberales, modernas y solidarias.

 

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El acompañamiento mínimo del Estado a estos ejercicios de resistencia pacífica, obliga a preguntar: ¿la indiferencia y el silencio de la administración local y nacional es la manifestación silenciosa de una homofobia y de una transfobia larvada, quizá ya enquistada en las estructuras mismas del Estado? ¿Por qué la administración local tan locuaz para reivindicar sus propios derechos, se va de vacaciones cuando inmensas minorías salen a las calles a reclamar los suyos? Oportunamente, hace tres años el Alcalde Mayor de Bogotá asistió a esta marcha: llegó, caminó a lo largo de la carrera séptima de Bogotá y persuadió a la ciudadanía de que el futuro gobernante tenía una mirada diferente a la tradición homofóbica de Colombia. El futuro alcalde estaba en campaña por la Alcaldía. Este año de 2015, el mandatario opta por mandar un tweeter de felicitación a las comunidades Lgbti. Pero, dado que las instituciones distritales y nacionales siguen siendo refractarias a mirar de igual a igual a las comunidades Lgbti, dado que en Colombia no cambian las estructuras mentales que dan origen al clasismo, la homofobia, la misoginia, al racismo, esta es la oportunidad para preguntarse: pero señor Alcalde: ¿felicitarse por qué o de qué? ¿Por un día de licencia poética en las cálidas calles bogotanas silenciosamente “tolerada”? 

 

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Pese a la lluvia persistente a lo largo del día; pese a las reparaciones infinitas de la carrera séptima entre la Avenida Jimenez y la Plaza de Bolívar, las cuales obstaculizan el libre flujo de la ciudadanía. Pese a la invasión impune y a la colonización arbitraria del espacio público de la carrera séptima entre  la calle 26 y la Avenida Jimenez. Pese a todos los desvíos y obstáculos impuestos a las ciudadanas y ciudadanos para realizar la marcha anual. Pese al silencio de los grandes empresarios del entretenimiento gay que se lucran con el dinero de las comunidades Lgbti. Pese a la indiferencia de las grandes empresas para las cuales los y las ciudadanas—a—medias, sólo son consumidores de modas irrelevantes para la construcción de diferencias auténticas. El citado domingo, pese a todas estas aberraciones comerciales, económicas, políticas y sociales, las comunidades Lgbti llenan la emblemática y tradicional Plaza de Bolívar de Bogotá. Hubo menos música patrocinada por los bares y las discotecas de moda, pues, las carrozas comerciales tipo “Solidaridad por Colombia” en el evento brillan por una sintomática ausencia. Se apreció menos presencia del alicoramiento propio de las  Fiestas de Folclor colombiano, del embrutecimiento que enriquece los patriarcados de los departamentos productores de aguardientes y rones. Se puso en escena menos de todo aquello que distorsiona el mensaje  que se reivindica en esta marcha ya tradicional en Bogotá: las luchas por la igualdad ciudadana. Las comunidades Lgtbi muestran públicamente que se toman sus derechos en serio. Comprenden que sus derechos no se reivindican  solo bailando espontáneamente en las calles la música de Beyoncé, Icona Pop y Rihanna. 

 

no es rio veintiocho

 

Se resaltan otros aspectos positivos de la marcha: esta vez se presenta menos acoso policial. En años anteriores, la presencia policial era masiva e intimidante. La policía dirigía y restringía el movimiento espontáneo de la ciudadanía. No se confiaba en la cordura de las “locas”. En general, hubo menos de todo esto. Pero, lo más significativo consiste en que hubo más presencia ciudadana heterosexual, no exclusivamente Lgbti. Se comprendió que el evento no está dirigido a presentar estas comunidades como fenómenos de circo. A diferencia de los años anteriores, los seis carriles de la carrera séptima entre calles 38 y 26 fueron habilitados para el desplazamiento ciudadano. A pesar de las dificultades logísticas y de la timidez distrital y nacional, la XX marcha por la Dignidad Lgbti evidencia un salto cualitativo en este tipo de prácticas de emancipación pacífica y colectiva. Hubo presencia de ciudadanas y ciudadanos extranjeros y se hizo un cubrimiento internacional de esta gesta artística, política y social. En sus noticieros, la Deutsche Welle menciona y analiza  el evento. Asimismo, el Canal Capital transmite el evento instalándose en la calle 38 con carrera séptima. De las cadenas comerciales colombianas poco se sabe porque para ellas todas las diversidades pueden ser sintetizadas dentro de un balón de fútbol. El fútbol no es un milagro deportivo. ¡Es una hazaña lógica y ontológica!  

Ante la mordaza social con la cual se niega en familia  a hablar de “ellos” y “ellas”; ante el silencio y la indiferencia de los medios de incomunicación, los cuales sólo defienden histéricamente sus derechos económicos, el siguiente registro visual resalta los instantes más creativos y corajudos de la marcha de las comunidades Lgbti de Colombia apostadas en Bogotá. Hacia allí deben dirigir su mirada los artistas contemporáneos, hacia el retorno de lo reprimido políticamente, hacia estos Ecce Homo post-contemporáneos que sin duda alguna son señal inequívoca de actualidad, del anuncio de un nuevo orden por venir. Se recogen los “ensayos” de todo este colectivo de anónimos y anónimas con los cuales se muestra hacia dónde se dirige la historia post-contemporánea y se devela quiénes son sus sujetos reales y veraces. 

 

minotauros

 

En los “ensayos” de este arte ciudadano puestos a su consideración, se puede apreciar cómo los y las jóvenes son quienes hacen resistencia a los abusos del poder atávico, estético, ético, jurídico y político con los cuales se gobierna Colombia. Poderes que transitan a través del Estado con varios propósitos. En primer lugar, para marginar y panoptizar abyectamente a las comunidades Lgbti. En segundo lugar, para escarmentarlas con crueldad en sus prácticas pedagógicas. En tercer lugar, para ignorarlas con descaro en los procesos laborales. En cuarto lugar, para humillarlas con sevicia en las prácticas sociales más diversas. En quinto lugar, para mofarse de ellas, para ridiculizarlas por divertimiento social en los circos mediáticos. Finalmente, para subhumanizarlas ante sí mismos y sí mismas negándoles presencia pública. Con todas estas violencias da miedo ser joven en Colombia. Sergio Urrego paga con su vida su corta vida sexual y sus preferencias eróticas y amorosas.  Todas estas violencias justifican que el Estado colombiano acompañe de manera menos ambigua a estos colectivos de emancipación individual y colectiva.

La próxima alcalde de Bogotá debe enviar señales claras no solo a las comunidades Lgbti sino a todos los colectivos artísticos profesionales que pueblan la ciudad. Al lado de otras, estas minorías constituyen una gran mayoría. De ahí que la próxima alcalde deba estar  más cerca de estas minorías, pues, les urge un acompañamiento permanenente en sus campañas por la reivindicación de la igualdad ciudadana. Por su lado, gusteles o no, los y las artistas profesionales deben tener más en cuenta esta actualidad revolucionaria. Esto es algo que venimos repitiendo  años atrás. El siguiente registro visual exalta el valor de los miles de hombres y mujeres que piensan que aún en Colombia es posible modelar un estado igualitariamente más justo.

Por estos días, Bogotá es una ciudad  muy visitada y aplaudida por ciudadanos y ciudadanas extranjeras. Sin duda alguna, Bogotá es una ciudad internacional y merece que el Estado colombiano preste  mayor atención a sus expresiones artísticas, tanto las institucionales como aquellas otras  que emergen en sus periferias. Urge que la próxima alcalde de Bogotá escuche la riqueza sonora de estas otras voces.