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La Historia del Arte y el tiempo de la escritura*

Hay libros que poseen la virtud de mostrar el clima intelectual de toda una época. Uno los lee y tiene la sensación de hacerse cargo de lo que sucede en todo un campo disciplinario, como si estuviera respirando el aire de un tiempo nuevo. Sin lugar a dudas, El tiempo de lo visual es uno de esos libros. Y su autor, Keith Moxey, uno de los críticos que mejor ha sabido captar el estado de la Historia del Arte en el mundo contemporáneo y apuntar caminos para avanzar ante los desafíos del presente. Su obra es un ejemplo de los desarrollos de esta disciplina –y de las humanidades en general– durante las últimas tres décadas. Centrada en un principio en el examen del papel de las imágenes durante la Reforma, en especial en el Renacimiento nórdico [1], sus preocupaciones, sin embargo, se han ido extendiendo al total de la disciplina: hacia otros ámbitos –el arte contemporáneo o las prácticas no occidentales– y sobre todo hacia preocupaciones teóricas y metodológicas como la formación del canon, la periodización, la voz del historiador…, en resumen, el complejo entramado de elementos que construyen eso que llamamos “Historia del Arte” en todas sus variantes.

Desde sus primeros textos, Moxey se ha interrogado no sólo por el arte como objeto de estudio, sino por el modo en que éste ha sido construido artificialmente por parte de los historiadores, prestando una atención especial al lugar que “la teoría” ocupa en la escritura. La teoría específica –la metodología–, pero también la teoría entendida como aquellas asunciones no siempre conscientes que todo acercamiento al objeto posee. Podría decirse que la clave de todo su trabajo se encuentra en una autoconsciencia del hacer del historiador, es decir, en el examen de las posibilidades de la disciplina para conocer y transmitir conocimiento. Sus textos son ejercicios de epistemología de la Historia del Arte. Tanto sus trabajos “explícitamente” teóricos como sus “puestas en práctica” de la teoría a través del análisis histórico. En cierto modo, la expresión “la práctica de la teoría”, el título de uno de sus libros más célebres, tiene que ver con esta idea: que no es posible separar práctica y teoría, que la teoría –las asunciones teóricas detrás de cada texto, conscientes o inconscientes– impregna y penetra el ejercicio de la Historia del Arte.

Sus dos obras de referencia sobre estas cuestiones, The Practice of Theory y The Practice of Persuasion[2], muestran lo anterior de modo evidente y, sobre todo, denotan un modo particular de escritura en el que uno puede reconocer ciertos rasgos que vuelven a darse en el libro que el lector tiene ahora en sus manos.

En primer lugar, los escritos de Moxey poseen una clara visión cartográfica. Igual que sucede con Martin Jay en el ámbito de la filosofía, Moxey tiene la capacidad de identificar problemas y preocupaciones intelectuales y la virtud para tomar distancia y mirar desde lejos, con una perspectiva “icariana” capaz de situar y ordenar cosas que no siempre percibimos a primera vista. Esa distancia crítica respecto al hacer confiere a sus textos una suerte de autoconsciencia: una vez realizado el zoom, Moxey es capaz de situarse a sí mismo en un lugar concreto, observar la artificialidad –o lo construido– de la disciplina y medir posibilidades para dar cuenta de su objeto. En este sentido, una de las características centrales de su escritura es la obsesión por encontrar la voz del historiador. El historiador mancha la historia igual que, en la teoría de la mirada de Lacan, el espectador mancha el campo escópico. Está en medio de las cosas, no puede apartarse de ellas. Todo el proyecto historiográfico de Keith Moxey parte de esa toma de conciencia de la presencia latente de la subjetividad del historiador en el texto. El escritor no puede ser quitado de en medio; no puede desaparecer. Y eso hace que cada vez que leamos un texto debamos tratar de identificar quién habla, cómo lo hace, para quién y con qué fines. Pocos historiadores son capaces de escuchar el murmullo de voces que siempre hay bajo un texto con la precisión que lo hace Moxey. Y pocos tienen la finura para encontrar huellas y rastros de subjetividad incluso en aquellos lugares en que ingenuamente todo parece haber sido borrado.

Junto a esa “distancia para comprender”, uno de los rasgos que más llaman la atención de la escritura de Moxey es su forma interrogativa y escéptica. Sus textos están plagados de signos de interrogación: preguntas retóricas en ocasiones y otras veces no tanto. Todo se cuestiona, una y otra vez, incluso aquellas cosas que creíamos saber. No hay nada que se dé por supuesto. Moxey parece entender la Historia del Arte como una disciplina interrogativa, como el arte de hacer preguntas, de abrir interrogantes constantemente, incluso si uno no tiene respuestas para contestarlos. Escribir desde el escepticismo y la curiosidad. Esta estrategia hace que el autor tenga la capacidad de explorar y plantear cuestiones en las que algunos sólo se adentrarían si poseyeran las respuestas.

Ese modo de construcción denota, además de una curiosidad absoluta por el fenómeno artístico en todas sus variantes, un modo de hacer no autoritario: el historiador no trata de proporcionar verdades y respuestas certeras, sino más bien de abrir espacios para la reflexión. Sus textos son líneas de fuga. Al entrar en ellos, el lector se siente interpelado incesantemente, persuadido, y se hace consciente de que el conocimiento no está dado de una vez y para siempre, sino que es móvil y se encuentra en constante mutación.  En realidad, si uno lo piensa bien, su escritura, desde un principio, es una interrogación por la capacidad de la Historia del Arte para dar cuenta de los problemas del fenómeno artístico: ¿qué puede la Historia del Arte? ¿Cómo conoce? ¿Cómo transmite? ¿Cómo funciona? ¿Para qué sirve? ¿A quién sirve? En sus libros anteriores estas preguntas son planteadas a través de la herencia intelectual del posestructuralismo y la deconstrucción. Y parten de la base de que el texto es un lugar de encuentro de intereses e ideologías, un dispositivo no transparente cargado de significados más allá de lo evidente. El texto, pues, como lugar de encuentro. Y sobre todo como algo que, precisamente por eso –por la cita de tiempos–, tiene mucho que decir sobre el presente. Allí, como ahora, por encima de cualquier cosa, Moxey observa la importancia de la Historia del Arte en el presente: “¿el intento de ser histórico no podría incluir la consciencia de los modos en que nuestros intereses y preocupaciones contemporáneos informan nuestro enfoque del pasado?”[3] A partir de esta idea, Moxey concibe la Historia del Arte como una disciplina que camina a dos tiempos –y esto adelanta algo que se hace explícito aquí, en El tiempo de lo visual–: el pasado y el presente. Casi en un sentido benjaminiano –y en clara cercanía a planteamientos como los de Georges Didi-Huberman o Mieke Bal–[4], el autor es consciente de que el pasado no está cerrado: nos afecta y, en cierta medida, podemos cambiarlo. En este sentido, su Historia del Arte tiene un sentido político. Nuestro conocimiento del pasado ilumina el presente. Lo cambia, lo transforma. Y también al revés: el presente ilumina el pasado, y en cierto modo lo rescata.

El tiempo de lo visual se enmarca dentro de esa preocupación por las asunciones epistemológicas de la historiografía artística. Y con ese método anteriormente descrito –visión cartográfica, autoconsciencia, escritura escéptica– se adentra en la interrogación de uno de los problemas centrales del presente: el tiempo. De nuevo, Moxey toma el pulso del presente, identifica uno de los centros de debate de la actualidad y lo rodea desde todos los ámbitos, mostrando las diversas posturas y tradiciones que “construyen” el problema. Es cierto que “el tiempo” ha estado siempre presente en la reflexión humanística, especialmente en las disciplinas históricas. Sin embargo, en las últimas dos décadas su importancia ha ido creciendo cada vez más hasta convertirse en uno de los problemas que parece necesario volver a ser pensado, enunciado y conceptualizado, sobre todo a la luz del debate en torno al mundo global y los tiempos de la historia.

Una de las consecuencias de la globalización en el ámbito [de]las humanidades ha sido la puesta en crisis de los discursos históricos centrados en Occidente. El sentido lineal, causal y teleológico de la historia universal se ha desarmado en el choque con otros escenarios, historias, tradiciones y modelos de experiencia del tiempo y ha dado lugar a un atasco de las herramientas discursivas de las distintas disciplinas humanísticas occidentales. Se trata de la crisis de todo un modelo de conocimiento que se ha gestado a través de una concepción del mundo basado en la preeminencia de Occidente y su historia sobre el resto del globo. Cuando entramos en un período como el presente –la llamada “contemporaneidad”– y se demuestra la presencia de otras líneas, otras modernidades, otras historias, otros conceptos y categorías, todo el discurso histórico, con sus herramientas de análisis, se viene abajo.  Moxey realiza una amplia y lúcida cartografía de esa preocupación que va desde la filosofía a la antropología, pasando por los desarrollos de la propia disciplina, para intentar repensar las posibilidades que tiene la Historia del Arte de dar cuenta de su objeto –y su mundo– cuando todo, incluso sus propios fundamentos disciplinarios, han comenzado a deshacerse. El tiempo de lo visual puede entenderse, pues, como un intento, en primer lugar, de mostrar cómo afectan las nuevas concepciones del tiempo a la disciplina y, en segundo, cuáles son los modos en los que, a partir de ese momento, es posible la escritura y el conocimiento.

Tras la disolución del tiempo lineal y la toma de conciencia de la multiplicidad de líneas e historias, ya no nos sirven los modelos heredados; es necesario pensar con nuevos paradigmas temporales. Es aquí donde Moxey introduce un concepto clave en su argumentación: la heterocronía, la toma de conciencia de que el tiempo es múltiple, que en cada espacio, en cada momento, en cada contexto se experimenta y tiene lugar de modo diferente. Este concepto es un modelo de pensamiento, pero también, si se piensa bien, una categoría política, pues, aparte de servir como toma de conciencia de una modalidad de tiempo, puede ser desplegado como modo de resistencia frente a un sentido monocrónico del tiempo: el tiempo global, el tiempo colonial, el tiempo del capital, es decir, el tiempo de la modernidad hegemónica.

El cuestionamiento del tiempo que pone en juego la heterocronía constituye la base de los textos de la primera parte del libro, donde Moxey observa cómo la idea de que [la] modernidad es múltiple problematiza el canon y lleva a la Historia del Arte a la necesidad de volver a pensar las relaciones entre centro y periferia, y especialmente a desconfiar de la existencia de una flecha del tiempo que camina hacia un lugar concreto y frente a la que todo lo demás debe ordenarse. Si la modernidad es múltiple, incluso una idea como la de “Renacimiento”, una de las últimas resistencias del tiempo lineal, debe ser cuestionada. Y por supuesto, si el tiempo del ahora es un conglomerado de tiempos, es necesario reflexionar sobre uno de los elementos centrales para el historiador: la periodización, un elemento en crisis absoluta desde el momento en que la contemporaneidad es definida como un tiempo más allá del tiempo histórico. Al pensar de ese modo el tiempo, estamos poniendo contra las cuerdas a la propia disciplina, demostrando su artificialidad y su parcialidad, y también su inutilidad para conocer y transmitir ciertos fenómenos.  ¿Qué hacer, entonces? Frente a ese “fuera de la historia” que podría llevarnos al colapso del pensamiento histórico, Moxey propone un método no autoritario: el uso de la heterocronía como un marcador de posibilidad, como una mancha de la falibilidad de la disciplina. Que la sola pregunta por cómo dar cuenta del tiempo se convierta en algo propio del método. Se trataría, pues, de cuestionar. Y de trabajar a partir de ese momento con una disciplina, una escritura, consciente de su propia debilidad, de su imposibilidad para mostrar el tiempo real.

La crisis del tiempo lineal hace su aparición en la segunda parte del libro a través del concepto de “anacronismo”, la toma de conciencia de que las obras habitan en el tiempo, que ofrecen y abren su propio tiempo, y que tienen la capacidad de afectar al presente. Ese encuentro entre pasado y presente, entre la obra y el historiador –y el espectador–, o la materialidad inevitable del objeto artístico se vinculan para Moxey con una especie de “giro fenomenológico”, de atención a la presencia de la obra de arte y a una experiencia no reductible al significado. En esta segunda parte, podemos encontrar de nuevo una presencia soterrada del pensamiento de Benjamin, fundamental, por ejemplo, en las formulaciones de Didi-Huberman. Como es sabido, en las tesis de la historia, Benjamin aboga por un tiempo abierto, cambiante, que afecta al presente. Y también, y sobre todo, por una materialidad de la experiencia.

Es en “El giro icónico” donde Moxey despliega su gran capacidad cartográfica. Se trata de uno de los textos más lúcidos y pertinentes de todo el libro. Ahí propone una revisión de algunos de los desarrollos recientes de la Historia del Arte y de una especie de cambio de paradigma: desde el significado a la presencia. Y lo hace volviendo sobre uno de los puntos centrales de su pensamiento explorado ya en textos anteriores: la relación de la Historia del Arte con los Estudios Visuales. Moxey ha contribuido como pocos a mostrar una postura conciliadora, alejada de las diatribas y los intentos de mostrar una clara separación entre ambas disciplinas. Frente a los miedos y la cerrazón institucionales, Moxey defiende los espacios de contacto y aboga por una apertura necesaria hacia los Estudios Visuales que, entre otras muchas cosas, nos haga conscientes de la ilusión que supone seguir creyendo en la especificidad –y la autonomía– de la obra de arte.

Para el argumento del libro la clave está en el énfasis puesto en la potencia de lo visual, en la idea de que hay algo en las imágenes, en las obras, en los objetos, que no puede ser trasladado al texto, que no puede ser del todo racionalizado. Hay algo en su materialidad que excede al significado. Esta consideración de la centralidad de la presencia entronca directamente con el auge de los nuevos materialismos en las humanidades, así como con el retorno de la experiencia y la revalorización del encuentro y el afecto en la producción de subjetividad. Y en cierto modo también supone una vuelta del lector. Pero ya no del lector que interpreta sino del lector que es tocado por algo que ya no sabe o puede descodificar del todo. Si el más allá del tiempo suponía una crisis de la historia, este más allá de la significación supone una especie de crisis del lenguaje.

En el fondo, este retorno de lo material quiebra la posibilidad de transmisión total, y lo que pone en juego es la capacidad de traducción y, una vez más, la capacidad de la disciplina para hacerse cargo por completo de su objeto. Hay un excedente que escapa a la interpretación, que escapa al texto, y que mancha la disciplina. Y ese excedente es el que quiebra la transparencia de la interpretación. Hay algo más allá, algo que no puede ser comunicado, traducido, textualizado. Y ese más allá imposible es lo que Moxey examina en los restantes textos a través de ejemplos concretos, como los estudios sobre los cuervos de Bruegel y los problemas de la écfrasis, las imágenes de Holbein y el cuestionamiento de la representación; o el examen de la “distancia imposible”, esa dimensión fundamental del encuentro entre tiempos diferentes, tanto entre el historiador y la obra, como entre historias en un texto, o incluso entre la obra y el espectador.

Moxey trabaja haciendo presente la opacidad de la obra y también del texto: su escritura de la Historia del Arte es un intento de restaurar la transparencia imposible, una puesta en obra de lo incomprensible. Pero en ningún caso Moxey se aleja de la razón, ni de la historia. Sus textos son un intento de comprender lo incomprensible, de poner orden a eso que no lo tiene. Aunque sea un orden consciente de su mutabilidad. Un orden que alberga siempre dentro de él la posibilidad de su disolución y desmontaje. Moxey, en realidad, despliega su conocimiento como una especie de conector, intentando conciliar voces y posturas, confrontando posturas aparentemente diferentes entre las que acaba viendo algo en común, o posturas a priori semejantes entre las que inserta la diferencia clave. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el giro icónico, donde intenta conciliar lo ontológico con lo semiótico, la presencia con la representación, articulando ambas posturas y observando la necesidad de una mirada de conjunto sobre la realidad.

El anacronismo como distancia imposible, la traducción como tarea imposible, la heterocronía como periodización imposible… en el fondo, lo que propone Moxey a lo largo de estas páginas es una “precarización” de la disciplina, un alejamiento de un modo totalitario y verdadero de hacer Historia del Arte; una Historia del Arte consciente de sus propios límites, penetrada por el escepticismo y la duda constante, una Historia del Arte que en lugar de ofrecer respuestas claras, fijas e inamovibles, sea al menos capaz de formular preguntas que no son fáciles de contestar –y que en ocasiones no pueden ser contestadas.

“Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.”, escribía Samuel Beckett en Rumbo a peor. Quizá éste sea en última instancia el sentido de la escritura de la historia cuando llegamos a la conclusión de que nuestras herramientas son heredadas y ya no valen para hacernos cargo de un mundo que se nos escapa: no callar, seguir intentándolo, conscientes de la dificultad, sí, pero no desfalleciendo, perseverando, intentando, una y otra vez, fracasar mejor.

 

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El presente texto corresponde al prólogo a la edición del trabajo de Keith Moxey El tiempo de lo visual / La imagen en la historia que ha hecho la editorial Sans Soleil y que fue presentado en Madrid en La Central de Callao el pasado viernes 3 de julio.

La traducción ha estado a cargo de Ander Gondra Aguirre.

 

Notas

[1] Keith Moxey, Peasants, Warriors, and Wives: Popular Imagery In the Reformation. Chicago: University of Chicago Press, 2004.

[2] Keith Moxey, The Practice of Theory: Poststructuralism, Cultural Politics, and Art History. Ithaca: Cornell University Press, 1994; The Practice of Persuasion: Paradox and Power In Art History. Ithaca, N.Y.: Cornell University Press, 2001. En España una versión de algunos de estos textos fue publicada como Teoría, práctica y persuasión. Estudios sobre historia del arte. Barcelona: Ediciones del Serbal, 2004.

[3] Keith Moxey, Teoría, práctica y persuasión, cit., p. 7.

[4] Georges Didi-Huberman, Ante el tiempo. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2006; Mieke Bal, Quoting Caravaggio: Contemporary Art, Preposterous History. Chicago: University of Chicago Press, 1999.  Publicado originalmente en Salón Kritik

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