Por: Jorge Peñuela
Fecha: julio 23, 2018
El traje del Palacio, una exposición de Jaime Ávila en la Galería Nueveochenta
¿Qué esperamos de un artista cuando irrumpe en espacios públicos diseñados para estudiar el aquí-ahora de una determinada comunidad?
Artista es quien es empujado a relacionar signos conocidos con imaginarios inéditos que requiren salir de la individualidad de quien se expone a la mirada del Otro. A este empuje relacional lo denomino pensamiento artístico.
En este orden de ideas, esperamos que el artista nos diga algo con el choque que producen sus imágenes en las simbólicas políticas y sociales, algo que no aparece aún en los signos que compartimos en común, así ese algo sea perceptible y algunas veces evidente. Con ese decir, el artista activa aquellos procesos que incitan a pensar intensamente, a sí mismos y a los demás. La ciencia no piensa porque teme la intensidad de la existencia. La ciencia se pierde en la intensidad de aquélla, así esta acontezca mínimamente. La existencia es el goce del pensar.
El Traje del Palacio no una exposición de arte conceptual, así algunas de sus imágenes exploren esta estética anglosajona, de tan buen recibo dentro de las élites artísticas y políticas de Colombia. No es moderna. Tampoco contemporánea. Ninguna de estas dos maneras de hacer artístico es adecuada para estudiar los imaginarios de Ávila.
Así parta de la nostalgia, pues, es un homenaje al padre del artista, la propuesta tampoco es post-moderna. Esta vuelta a sí, esta nostalgia de sí en que está inmersa la propuesta de Ávila, es crítica, abierta pero meditada formalmente con esmero, si afanes. En arte, la crítica es meditación profunda. En este sentido, El Traje del Palacio es una propuesta post-contemporánea. ¿En qué sentido? En el sentido según el cual, el artista activa procesos genealógicos que no logra una obra estrictamente diseñada para el consumo. Así Ávila exponga en una Galería comercial, logra distanciarse del mercado porque sus imágenes escriben un espacio en donde la estética aún no es devorada por las rencillas de la política partidista.
La mirada a sí, a aquel dolor no tramitado suficientemente, llama la atención porque relaciona lo indivual con lo colectivo. En este caso, se relaciona una experiencia personal con unas prácticas políticas y sociales específicas.
Ávila piensa sus imaginarios por medio de signos de carácater nacional y por lo tanto políticos. Invita a estudiar cómo las arquitecturas que emergen de la apertura de espacios modela subjetividades, genera hábitos y sumisiones.
Las imágenes de Ávila activan muchas ideas e imaginarios. Aborda el problema de la producción de subjetividades desde el cuerpo, desde la piel, desde el vestido comprendido como el ámbito más íntimo de todo sujeto o sujeta. El artista contraría la ciencia: a la subjetividad no se accede a través de una construcción psicológica. Es del orden de la antropología. Estrictamente, compete a la arqueología, a la historia. Los restos de telas con las cuales trabaja Ávila están teñidos de recuerdos, marcados con traumas individuales, políticos y sociales.
Ahora bien, en cuanto a la forma, Ávila despliega unas habilidades que podemos llamar “artesanales”, es decir, un saber no industrializado. Ignoro si el taller de Ávila cuenta con operarios; por lo general, estos proyectos cuentan con este soporte. Sin embargo, el culttivo de este referente plástico, corrobora la idea según la cual, la práctica estética de los imaginarios de Ávila no está subordinada a las urgencias políticas. Aunque no las desconoce, las deja en segundo plano. A este tipo de ejercicios estéticos los denomino arte post-contemporáneo.
La muestra está abierta hasta el 14 de agosto de 2018.