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Ensayo de un Crimen: Versión Libre de Clemencia Echeverry ante el agonizante Luis Caballero

No se equivocan quienes sostienen que la reconocida trayectoria artística de Clemencia Echeverry es una garantía estética que se debe tener en cuenta para evaluar su propuesta en el premio Luis Caballero.

La artista lo sabe y se lo ha recordado ostensiblemente a los visitantes de la Galería Santa Fe, lugar de la diligencia judicial en la cual se ha visto “comprometida”. Esta intuición popular la podemos complementar con otra del mismo tenor: la presencia de Clemencia Echeverry en esta última versión del premio, deja en alto el nombre del desahuciado Luis Caballero, el estímulo plástico más importante del Distrito Capital. La artista también sabe que los responsables de evaluar todos los nominados deben mirar  más allá de los círculos viciosos y los  circuitos de amiguismos que se reflejan en  las Hojas de Vida de los artistas, sabe que ellos deben atenerse explícitamente al concepto que ha articulado el premio hasta este momento: mediante  ficciones verdaderas, pensar  in situ una imagen que dé cuenta de nuestra época: erigir con ella los mojones que la posteridad requiere para acercarse  un poco más a las verdades verdaderas que irremediablemente permanecerán ocultas para nosotros: la verdad sólo se puede ver a distancia.  El jurado de este estímulo a la creación tiene una gran responsabilidad: no puede olvidar que el artista devela nuestra contemporaneidad a todos aquellos/las que han de venir. Deben olvidar que quienes rabian porque no saben ni comprenden en qué consiste la movida contemporánea, lo hacen inútilmente. Debe recordar que por estar sumida en el vértigo de la actualidad, la contemporaneidad sólo podrá ser aprendida en el futuro por la intermediación de aquellos/las artistas que logren abrir  un diálogo en red entre los actores estéticos de su época. A este diálogo en red lo he denominado multilocución. Si esta condición no se da, si la obra artística no logra abrir este espacio,  no logrará superar su lastre artesanal.

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Versión Libre es el concepto empírico del cual se vale Echeverry para pensar nuestra época y multilocucionar con todos los ecos plásticos que se activan con cada nueva presencia artística en la Galería Santa Fe. Los  ecos nos llegan sin mediaciones directamente desde el pasado para recorrer una y otra vez este espacio, cuando los artistas se atreven a pensar elementos diferentes para convocarlos a su presencia o provocarlos, una vez el artista pone en escena su pensamiento materializado. Este es el propósito de toda obra artística: acicatear la memoria de un pueblo y el entendimiento particular de cada uno de sus habitantes.

Ahora bien, lo empírico no es necesariamente algo trivial, y si lo es, el artista cuenta con la  imaginación para hacerlo memorable, por lo tanto, perdurable; este es el caso de los fieltros banales y las sustancias orgánicas nudas que le sirvieron a Joseph Beuys para constituir un lenguaje más abierto y libre dentro de las artes occidentales, –que lo motivaron a iniciar la movida contemporánea que muchos no podemos aún comprender. Como aquellas sustancias, el concepto escenificado por Echeverry es riesgoso, así la cotidianidad de todo artista sea precisamente esta: buscar en el océano del riesgo las verdades que huyen  de la tranquilidad que aman los hombres pusilánimes.

Por medio del despliegue de sofisticados recursos formales, Echeverry logra minimizar el peligro que implica su aventura judicial; son recursos que fueron pensados minuciosamente para arrancarle a lo real alguna verdad, o  al espectador un suspiro artificial o una lágrima estética, o por lo menos un gesto de hartazgo al visitante desinformado.  Versión Libre consiste en una video-instalación, está  compuesta de cinco videos ubicados estratégicamente a lo largo de la Galería Santa Fe, y tiene  el propósito de reiterar que  la percepción es una capacidad intelectual ingenua. Echeverry quiere producir una sensación de realidad que intimide al visitante. Parece que la artista intenta  prometernos el acontecimiento de una verdad que exige un estado de ánimo reverencial previo: toda verdad fundamental quizá lo amerita. Por lo tanto, nos prepara para ello por medio de unos videos que se instalan mediante el recurso minimalista de invadir el espacio vital de los espectadores. Simulan ser grandes retablos de ángeles barrocos al servicio de una bestia,  deambulan como fantasmas, quizá prestos a adoctrinar a los incautos en la ideología que nos insta a poner  la usura privada de “El Patrón” por encima de cualquier interés común. Estos ángeles exterminadores  salen del sector norte y se pierden en la distancia una vez han atravesado el muro del sector sur.

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La artista dividió la escena del crimen  en tres sectores. De sur a norte, a la altura del primer sector, instaló un video en el muro occidental. La idea aquí consiste en romper la ilusión de realidad que genera la imagen de un hombre-ángel-demonio  en escala sobre-humana, instalada y desdoblada en los otros dos sectores; dos a la altura de la puerta principal de la Galería  –clausurada para esta escenificación–, y, la otra, en el extremo occidental del muro del sector norte. El video del muro occidental registra en primer plano  un  rostro anónimo que no logra articular un nombre para que lo podamos reconocer como un ser humano, para que pueda desbestializarse. Alguien se esconde de lo humano mediante  un pasamontaña para quizá perpetrar el peor de los crímenes: negarnos la oportunidad de atisbar  la verdad que trata de esconder tras su pasamontañas, con asistencia de la artista. Ésta es una lectura empírica, algo literal, válida aunque de plano rechazamos el que  una obra de arte se pueda leer así, pues, demerita el trabajo artístico. Preferimos esquivar el camino que nos indica el realismo ilusionista y reelaborar estas ideas previas: el pasamontañas puede ser un artilugio estético para persistir en el silenciamiento del crimen del cual es objeto la verdad de nuestra época. O esta otra: es otro refugio estético creado deliberadamente  para esquivar la incomodidad de tener que atender el llamado de la verdad o de “lo real” que se esconde tras ella. En tono más crítico, alguien dirá que el llamado de la verdad  a la artista es un no-acontecimiento, una ficción que se muestra como ficción y no como verdad, que el formalismo ilusionista no tiene la fuerza para hacer que lo pensado se convierta en algo verdadero, que no puede evitar quedar reducido a ser un refugio para aquellos estetas que se han incapacitado para respirar la realidad que se convulsiona con el acontecimiento de una verdad que lucha por desprenderse de lo real. Siendo más mordaz argumentará que los estetas contemporáneos olvidaron que Popea en efecto ocultaba bajo su velo algo terrible: su belleza.  Yendo más lejos, podríamos decir que lo real –lo innombrable– conmina a la artista para que rinda Versión Libre ante la contemporaneidad, la cual le endilga algún tipo de injusticia, pero que finalmente el Escudo de Perseo le permite a Echeverry desviar la mirada de lo real hacia  un Otro para convertirlo en Homo Sacer, en un ser sacrificable.

 

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El Otro, marginado u oprimido, protagonista en la redes pesudosociales de verdades ficcionadas para poder masificarse, es conminado a declarar ante la artista; intenta hablarle, pero el recurso técnico  elegido para ello impide que se realice tal acción. No puede hablar porque el pasamontaña o la exigencia estética se lo impiden; sin ninguna convicción perceptible, intenta quitarse las anteojeras que le fueron impuestas, pero el director de la escena del crimen decide no hacerlo para poder crear un pliegue estético; el “performer” en ocasiones suspende su impulso emancipatorio cuando la acción llega a la altura de la boca, pero la acción es congelada por la artista  para que este gesto devenga mueca. La acción plástica registrada es acompañada por un collage sonoro que Echeverry ha realizado con testimonios de algunos protagonistas del conflicto colombiano. La imagen y el sonido son sometidos a una depuración estética, de tal manera que el contenido que la artista quiere modelar con su técnica queda completamente banalizado, a tal punto que la lucha que mantiene el “performer” para producir una lágrima para el populacho, rompe el interés estético que genera la manipulación virtuosa de la imagen y el sonido. El engaño estético se suspende en dos momentos. La primera vez  por cuenta de la artista misma, quien, al retener deliberadamente  al espectador ante una imagen realista que se mueve dentro  de un collage sonoro, propicia el develamiento del engaño a su percepción. La segunda vez es por cortesía del visitante; sucede cuando evidenciamos la gestualidad forzada del “performer” para “pedir perdón”, esta acción repugnante tan de moda dentro de los depredadores más tenebrosos de la contemporaneidad. Repugnante, porque es una figura técnica judicial y no una constricción sincera del corazón.

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El montaje de Echeverry es sin duda alguna uno de los mejores en esta versión del premio. Aunque es ilusionista, esto no demerita en nada el recurso creativo. Al contrario, Echeverry nos muestra la habilidad artesanal que muchos artistas contemporáneos han descuidado. Tampoco afecta nuestro juicio el que este sea un producto complejo, el resultado de un trabajo colectivo. Las debilidades vienen de otro lado. Tienen que ver con la manera en que los artistas han tratado de crear una imagen para hacer real los horrores de la guerra reciente en Colombia. En efecto, son muchos los que se han comido el cuento de que Colombia es el país más feliz del mundo, entuerto que los lleva a inferir equívocamente que el conflicto  es una invención izquierdista. Echeverry parece que no ha pasado por alto esta ficción falsa creada en la redacción de algún medio incomunicante. La debilidad, digo, concierne no sólo a Echeverry. Por ejemplo, Doris Salcedo, ha recurrido a estrategias trascendentales mediante las cuales se prohíbe a sí misma darnos una imagen sensible, persuasiva de la realidad del conflicto. La imagen conceptual de la guerra que suele darnos, sólo convence a los amantes de lo sublime, quienes puestos ante la catástrofe, y a prudente distancia del fenómeno que horroriza su humanidad, se refugian en el  pensamiento para arrancarle al mundo un último placer, el placer conceptual de las abstracciones estéticas de la artista. Si la estrategia de Salcedo ha fracasado porque nuestra sensibilidad ha sido modelada por el sentimiento de felicidad que caracteriza la experiencia de lo bello, la de Echeverry no sale mejor librada porque el manejo quisquilloso de esta estética que los teóricos han denominado “proyección sentimental”, hace ver falso aquello que pretende ser verdadero; que sólo puede ser verdadero si se quiere persuadir al visitante de su realidad. Esta es la gran paradoja del realismo ilusionista de Echeverry: lo percibimos falso. La acción fallida del “perfomer” con su pasamontañas nos universaliza la idea contraria: quienes los usan no son precisamente aquellos que son convocados a una Versión Libre. Detrás de esta Versión Libre se esconde otro depredador, aún más terrible y del cual nadie habla, aquella bestia de la cual  los artistas políticamente correctos no se han querido percatar.
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La propuesta de Echeverry es interesante por varios motivos. En primer lugar, porque intuye que la palabra es la única herramienta de la que dispone el hombre para librarse de sus impulsos bestiales. En segundo lugar, porque pensar una imagen que haga real el conflicto colombiano no es asunto fácil, debido a que la selva visual contemporánea  nos ha incapacitado para pensar y atravesar esa Realidad Pop que nos mantiene sedados. Finalmente, porque pese al hartazgo de guerra que padecemos, nos insta a seguir pensando una imagen de la guerra colombiana, persuasiva y adecuada a nuestra sensibilidad, una imagen despojada del trascendentalismo de Salcedo y del mismo realismo ilusionista que le impide a  Echeverry pensar algo diferente: crear un mito para suplantar e inmovilizar la  bestia que se esconde dentro de lo real. Sea esta una oportunidad para mencionar que las dos artistas de vanguardia en nuestro país, se apropian de aquello que tenemos en común las/los colombianos; hablo de apropiación en sentido literal: vuelven propiedad privada lo que es común: la violencia del dolor ante el fracaso y naufragio de todas nuestras esperanzas de igualdad y solidaridad.

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Las apropiaciones son buenas cuanto transforman lo común, cuando introducen maneras diferentes de mirarnos sin horror; son malas cuando lo que es común se convierte en mercancía y objeto de disputa territorial. No puedo dejar de mencionar aquí un incidente menor pero que  puede ser significativo para comprender cómo opera el pensamiento de algunos artistas en este tipo de eventos públicos. Animados por su profesor a visitar la exposición de Echeverry, el día de la inauguración tres estudiantes decidieron hacer una práctica  fotográfica para  aprender a tomar fotografías bajo condiciones  precarias de luz. La artista los sorprendió, se molestó y los expulsó de la Galería en términos agresivos y hasta ofensivos, y, finalmente los obligó a entregarle los rollos utilizados. Profesor y maestro aún no salen de su asombro. La paradoja es evidente. El conflicto colombiano lo hemos internalizado de tal manera que somos agentes de conflicto potenciales y permanentes; inconscientemente estamos prestos a imponer nuestra ley a los más débiles. Quienes llaman la atención sobre el conflicto, son ellos mismos agentes de conflicto; muestran poca generosidad.

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Echeverry actuó como lo habría hecho cualquier artista con obras de su propiedad. Reclamó derechos para su propiedad material. No podía ser de otro modo. No obstante, la pregunta que se hacen razonablemente los agredidos verbalmente por la artista es la siguiente: ¿se puede reclamar derechos de propiedad material sobre un trabajo que fue financiado con dineros públicos y que se ha apropiado de lo que es común para los colombianos? ¿Las “obras” que genera el Luis Caballero son propiedad material de cada artista? (La propiedad intelectual no está aquí en cuestión). Son pocos los artistas que han obstaculizado u hostigado a los visitantes  para que no tomen fotografías en la Galería Santa Fe, pero aquellos que lo hacen, ¿tienen derecho a hacerlo? ¿Los productos artísticos que llegan a la Galería no se convierten en propiedad común de las/los bogotanos? ¿El propósito de este estímulo es alimentar el ego de nuestros artistas, o, por el contrario, consiste en estimular una multilocución entre sus artistas y la ciudad? ¿El conflicto en Colombia no está relacionado con estas estrategias de privatización de lo que es común?

Dije que en mi opinión este asunto es un incidente menor, producto quizá de la tensión comprensible que se apodera de los artistas en las inauguraciones. No obstante, no piensan así los afectados que se sintieron humillados por la situación creada. Por ello mismo era imposible dejar por fuera este otro elemento hermenéutico que nos proporciona generosamente el azar. Como los agredidos no presentarán cargos ante la ciudad, sin duda alguna Echeverry estará entre los tres finalistas que el jurado considerará para otorgar el premio Luis Caballero 2011.

La exposición se desmonta después del 16 de octubre de 2011.

Fotografias de Ricardo Muñoz

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