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LGBT Bogotá: Artistas en pulso con la vida

El domingo 27 de junio de 2010, los artistas de la comunidad LGBT se tomaron la carrera séptima de Bogotá, desde el Parque Nacional hasta la Plaza de Bolívar, el paseo más tradicional de esta Ciudad de Dios, de almas bellas e impolutas, dignas de la ascendencia de Felipe II de España. Los marchistas no eran artistas de Academia, son artistas que sostienen su existencia en un pulso permanente con la vida bogocitadina, –egoísta, violenta, intransigente y fanática; ésta es Bogotá, ciudad-pueblo al cual aprendimos a amar, «golpe a golpe, verso a verso», situación que los expertos han denominado condición siniestra de nuestra existencia.

Son hombres y mujeres que apenas están asomándose a la existencia y necesitan estas expresiones para iniciar procesos de reconocimiento que les permitan existir en la esfera pública como seres humanos con derechos plenos.

Pero no solamente estos performers en pulso permanente con la vida requieren reconocimiento por parte de una lengua bella, ilustre, pero que se caracteriza por su intransigencia y por su fanatismo religioso. La lengua es una forma de vida determinada y determinante. Los miles y miles de jóvenes que los siguieron con música y comparsas creativas durante toda la tarde del domingo, exigían un orden de cosas menos dogmático; con su entusiasmo querían proyectar la creación de un nuevo hombre y una nueva mujer, un ser lo suficientemente fuerte como para poder dejar ser lo extraordinario que determina nuestra existencia, habitándola a nuestro pesar. A diferencia de los artistas en pulso con la vida, muchos de los artistas académicos ignoran estos llamados que nos hace la vida y optan por un reconocimiento superficial, mecánico, más elemental: el virtuosismo en las prácticas profesionales de alguna técnica práctica o teórica con fines comerciales; por su supuesto, no confesados abiertamente, pues este impulso espontaneo les ha sido reprimido por una crítica bella, especializada, que les ha enseñado a ser desinteresados.

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Durante una acción políticocultural de cinco horas, miles de hombres y mujeres unieron su necesidad de reconocerse como homosexuales, lesbianas, bisexuales y transgeneristas, y salieron a exponerse al escarnio público y silencioso por parte de una ciudad cuasi-estado que no desaprovecha ninguna oportunidad para hacer mofa-de y reprimir la condición sexual de estos cuasi-ciudadanos y ciudadanas: “sin libertad sexual no hay libertad política”, fue una de las pocas consignas repetidas durante la marcha. La comunidad LGBT se hizo visible ante los ojos escépticos de los bogotanos y las bogotanas, quienes, en el mejor de los casos, los toman más como espectáculo de carnaval que como una acción políticocultural que busca oxigenar los espacios democráticos locales contaminados por el fanatismo religioso que determina nuestros criterios para comprender lo bello, lo bueno y lo justo. Sus acciones buscan reconfigurar los dogmatismos ideológicos y religiosos que han mantenido a la comunidad LGBT amedrentada y sin reconocimiento pleno de sus derechos humanos, y, en especial, sujetos a todo tipo de oprobios por parte de una sociedad blanca, católica y feudal que arrogantemente preconiza su justicia con bombos y platillos a través de los medios de los cuales disponen para comunicarse con sus masas.

La marcha Arco Iris del pasado domingo en Bogotá, pese a esa mentalidad mítica que nos impide salir de nuestro círculo de muerte y opresión, no dejó indiferentes a los transeúntes domingueros de nuestra ciudad, pero no sólo por la vistosidad del acontecimiento artístico y civil que pudimos apreciar. Los miles de no-reconocidos que colmaron la carrera séptima no dejaron de suscitar en el espectador desprevenido cierto terror placentero. “Yo soy normal, pero me estoy gozando la fiesta”, me dijo una señora muy sonriente y entusiasmada con la alegría de los jóvenes que bailaban, se abrazaban y se tomaban fotografías con los performers del evento. (Afirmar ser normal es declarar eufemísticamente cierto horror ante la presencia de algo que nos resulta familiar, por lo tanto amado.) La marcha no dejó indiferentes a los bogotanos, más por el reconocimiento de algo familiar en lo que nos resulta no-familiar, y menos como deseo de solidaridad con los y las que se atreven a no ser como Dios y el Estado lo establecen. Esta emoción ambivalente es lo que he denominado condición siniestra de la humanidad, siguiendo las meditaciones de Stanley Cavell a este respecto.

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Los medios masivos de comunicación apenas mencionaron el acontecimiento, pues sus jefes de redacción saben de ante mano qué es lo bello y lo feo, qué lo justo y lo injusto, qué bueno y qué malo, y desidentifican todas aquellas manifestaciones que rebasan sus atavismos traumáticos. Digo que la marcha de la comunidad LGBT fue un acontecimiento porque de manera inédita los miles de hombres y mujeres que marcharon por la Carrera Séptima y sus andenes, no todos pudieron llegar a la Plaza de Bolívar. La capacidad de ésta fue desbordada. Las decenas de policías apostados a lo largo de la avenida no salían de su asombro, ese asombro que es manifestación del horror placentero que suscita lo siniestro, –el reconocimiento de lo humano que somos y nos condiciona. Nos horroriza porque nos recuerda algo familiar, reprimido, nos recalcan los intérpretes contemporáneos de Freud.

Poco arte y mucha gracia fue lo que pude apreciar en este día soleado, disfrazado de 25 de diciembre, como dijo algún poeta en el pasado. Pero, ¿quién demandaría arte a quien muestra gracia en la expresión? Tener gracia es estar en condición de expresar artísticamente una necesidad espiritual, es decir, sin pretensiones de ser reconocida como arte, como discurso para el entendimiento que entretiene. Entiendo por arte la sorpresa y el entusiasmo que una reconfiguración del orden de las cosas suscita en un grupo humano, la posibilidad de ampliar las libertades de quienes han padecido opresión y humillación por ser diferentes a aquellos que padecen normalidad, que creen ingenuamente ser normales. Esta necesidad espiritual diferencia una acción artística de una acción mecánica, una acción pensada para dar símbolo y palabra a la represión, de otra que sólo busca reconocimiento económico por la habilidad en el manejo de herramientas técnicas, ya sean prácticas o teóricas.

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Los atuendos exhibidos por algunos entusiastas de la marcha, quienes sólo esperan la mirada despiadada y horrorizada de aquellos que a diario y con cualquier pretexto les infligen todo tipo de reproches y afrentas, terminaron por deslumbrar a propios y extraños, porque hasta los más rehaceos a aceptar la presencia de lo extraordinario en lo ordinario, observaban no tanto para aprobar los gestos y la motivación detrás de ellos: «ni delincuentes ni antisociales», fue otra de las arengas más repetidas. Todos y todas observaban a los performers, maravillados por la creatividad con que se manifestaba la condición siniestra propia de ese ser cómico que un buen día se atrevió de manera desvergonzada a andar en sus patas traseras, dejando expuestas sus vergüenzas.

La normalidad humana de la cual me habló la dama que se gozó la fiesta LGBT sin ser lesbiana, está gobernada por la Condición de lo Siniestro. Esto es lo que han planteado teorías recientes inspiradas en Freud. Lo siniestro consiste en la recurrencia constante de lo reprimido como algo extraordinario que es ordinario, consiste en algo odiado que es amado; en términos más coloquiales, es la visibilización de algo anormal que nos parece normal porque siempre ha estado ahí, así sea reprimido. La gracia de los performers y de los miles que con ellos marcharon, consistió en horrorizar a los transeúntes con su presencia, porque la acción les recordaba el regreso ominoso de lo reprimido. Lograba que el espectador comprendiera que eso terrible ante sus ojos, era de lo más familiar, que consistía en ese otro en sí mismo silenciado, al cual siempre se le negó su posibilidad de existir mediante la palabra, mediante el reconocimiento de la condición humana. Esta emoción debió sentirla el pueblo griego de Pericles ante una presentación de Edipo, cuando Edipo regresaba a hacer presencia en la escena pública para recordar la condición siniestra que gobierna lo humano. No somos muy diferentes del pueblo acabado de mencionar, con perdón de Aristófanes y Sócrates, Platón y Aristóteles, Praxíteles y Fidias y Esquilo y Sófocles. Esta misma emoción experienciamos el pasado domingo en la acción políticocultural de los artistas en pulso con la vida, de aquellos que la retan para mejorar su condición y la de la vida misma.

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Finalizando la tarde, a eso de las 6 y 30 P.M., la coordinadora de LGBT Bogotá, a quien no identifico pero a quien me gustaría conocer algún día, se dirigió a la multitud. Nadie la escuchó, no podían hacerlo, el sonido instalado no dio la capacidad para llenar todos los espacios de la Plaza de Bolívar. Falla excusable, si pensamos que los organizadores no esperaban el alud de alegría con el cual hombres y mujeres colmaron la totalidad de la Plaza.A los organizadores les queda un reto, no defraudar a los miles que aceptaron su convocatoria. A pesar de que este un es mérito administrativo de la ciudad, al gobierno local le corresponde pensar a fondo la manera de seguir implementando aún más políticas de reconocimiento, post-fiesta. La fiesta está bien, sí y sólo si después de ella no sigue imperando la discriminación por las preferencias sexuales de los hombres y mujeres que habitamos Bogotá, que la sufrimos y la amamos. Sí todos y todas las que marcharon con sus novios y con sus novias recuerdan que juntos se puede más.

BIBLIOGRAFÍA:
Cavell, Stanley. (2002) En busca de lo ordinario. Líneas del escepticismo y romanticismo. Valencia: Cátedra.
Freud, Sigmund. (1988) Lo ominoso. En Obras Completas, Volumen 17. Buenos Aires: Amorrortu.

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