Por: Jorge Peñuela
Fecha: marzo 22, 2011
Edgar Cortés: versiones de realidad
Sin desconocer que los artistas colombianos tienen razón cuando demandan al Ministerio de Cultura que los nacionales tengamos los mismos derechos que tienen los extranjeros
en nuestro territorio, en verdad es patética plantear una discusión aún centrada en los despojos del cual son víctimas las regiones por parte de esa ficción que es la nación bogotana, o en torno a las estadísticas de los Salones más taquilleros de la historia de Colombia, o en la difusión perversa del chisme publicitario de que este Salón fue el más costoso de toda nuestra historia, (para que los ingenuos infieran que el Estado invierte copiosamente en la formación cultural de sus ciudadanas y ciudadanos, cuando sabemos que sus intereses no son sólo otros, sino también contrarios a los propósitos de la cultura, el cuidar lo otorgado.)
No menos patético es afirmar que la cantidad de artistas participantes en los Salones es un criterio para establecer su calidad e importancia, o denunciar que a unos artistas les dieron más puntillas que a otros. Todos estos asuntos de producción y montaje son importantes pero están en segundo orden, porque lo que debe importar a la sociedad en su conjunto -en un encuentro de esta naturaleza- es la siguiente indagación: ¿En Colombia ya pensamos artísticamente? ¿Qué se piensa mediante las formas del arte? Sin una reflexión de este orden lo demás corre el riesgo de convertirse en una banalidad, en un buen espectáculo: a falta de pan bienvenidos son los circos.
Para prevenir el contagio del patetismo discursivo que ha detectado Carlos Jiménez en la discusión reciente sobre el 41 Salón Nacional de Artistas, volvamos a lo importante: Aquello que plantean los artistas en sus propuestas: ¿qué piensan de eso que aún insistimos en llamar realidad? Vamos más allá de los comentarios que no alcanzan a observar sino masas corporales –carne cruda–, que ven todo desprovisto de sentido, que observan a la gente y la ven sin ropa, porque perversamente la han desprovisto o desnudado de sus significados. Entre otras cosas, porque el sarpullido de juzgarlo todo sin haberlo comprendido previamente, los priva de tener la oportunidad de explorar horizontes alternativos de sentido. Afirmar una vez más y ad náuseam que el emperador anda en cueros, habla menos de los vicios del arte contemporáneo que de las perturbaciones que padece el espectador de nuestros días en el momento de emitir sus juicios, mérito que no se le ha reconocido al arte: develar la psicología de los hombres y la mujeres por medio de los juicios emitidos por ellos mismos.
Extrañeza y familiaridad son las emociones que predominan en nuestra sensibilidad cuando atendemos el llamado de algunas de las construcciones realizadas por Edgar Cortés en su Boceto para una versión. En efecto, sus construcciones son bocetos, no tienen la pretensión de crear una obra maestra, eterna e infinita por cuenta de su cotización en la bolsa. El boceto es al dibujo acabado, es lo que es la emoción a un concepto de la razón. Lo primero es la emoción, corrobora el artista; su interés es alcanzar este ejercicio fundamental del entendimiento, el más omnicomprensivo de toda nuestra producción intelectual. Al igual que un boceto con respecto a toda obra plástica seria, Cortés sabe que la emoción es el juicio más importante de nuestra vida práctica. Intuye que cuando la emoción juzga, comprende. Tiene claro que toda práctica social, artística o política, se resuelve con éxito sólo si parte del despliegue de la comprensión.
Aglomerados de todo tipo de residuos dan forma a los productos de Cortés, producción en el sentido de sacar a la luz algo que se nos ha ocultado, que ya no vemos. El adagio popular sentencia que en tierra de ciegos el tuerto es el rey. Los ciegos somos todos nosotros, los que hemos sido enceguecidos –masificados– desde los púlpitos instaurados en los medios de comunicación contemporáneos, mientras el artista es quien se esfuerza por atisbar allí donde se nos ha prohíbo habitar, pensar. El entresijo que se le abre a la realidad es obra del poeta.
Extrañeza es la primera emoción que experienciamos en los salones austeros de la Galería Valenzuela & Klenner, extrañeza comprendida como lo no-familiar, lo reprimido-social que nos reclama la palabra. Nos sorprende, nos perturba el que alguien le otorgue voz y palabra a lo reprimido, que no se asuste con su presencia. En toda versión poética de la realidad existe una subversión, un cuestionamiento que reclama volver a pensar los principios que gobiernan una determinada práctica. Cortés crea un lugar para que acontezca lo reprimido mediante las palabras que encuentra entreveradas en las cosas olvidadas, ordena en cada una de sus construcciones aquello que nuestros comportamientos habituales nos compele a desechar; en el mejor de los casos, a maltratar, a cuidar sin el esmero debido, o a descuidar. Comprende este ordenar como una respuesta al llamado de otorgar belleza, a la necesidad de entretejer significados, de hilvanar nuestras diferencias con emociones fundamentales.
Los colombianos y las colombianas asociamos con una vida miserable el movimiento mecánico de quienes hacen reciclaje en las calles; para los bogotanos es una especie de condena a trabajos forzados. Aunque es egresado de una de las facultades de arte de mayor tradición en Colombia, Cortés es un reciclador, no obstante, no se considera un hombre miserable, ni un condenado de la tierra. Comenta que habita en la mítica Ciudad Bolívar. Mítica por lo irreal para los habitantes del pujante, lustroso e insensible Norte, cuyos habitantes ven en la pobreza una afrenta de la naturaleza que es necesario negar de raíz. Ser pobre materialmente no es ser miserable, mucho menos incapacitado para experienciar las emociones fundamentales que caracterizan lo humano, enfatiza el artista en diálogo con estudiantes de la Facultad de Artes ASAB de la Universidad Distrital. Su tono no es el resentimiento como esperaría la sociedad del espectáculo, la amante de los buenos negocios acompañados de un buen vino, por ejemplo el arte contemporáneo. Tampoco percibimos la arrogancia que caracteriza el tono de muchos de los que fuimos formados en otras Ciudades de Bolívar, cuyos contextos son tan ofensivos como Ciudad Bolívar de Bogotá. No sé si Cortés ha llegado a pensar, es decir, a reciclar el nombre Ciudad Bolívar en su obra reciente. O si su metáfora inconscientemente alude políticamente a la idea de si esta libertad que padecemos era lo que tenía en mente el libertador, o si, por contrario, éste se revuelca en su tumba ante este despropósito: otorgar su filosofía emancipadora al lugar que en Bogotá simboliza desplazamiento forzado, miseria, amargura, pobreza, soledad, crueldad y desesperación, las siete plagas de las Ciudades de Bolívar.
El reciclaje del que se ocupa Cortés no es una manifestación de marginalidad. Al contrario, es el reconocimiento de que nuestras cosas mueren de silencio porque no tenemos delicadeza para tratar con ellas; ni con nadie. Las violencias nos evaporaron los sentimientos morales. El artista aboceta estas ideas por un acto de generosidad con las cosas. Lo suyo no está mediado por teorías sociales o planteamientos conceptuales sofisticados sobre el arte contemporáneo. Defiende la idea de que ser artista contemporáneo no es ser un artista teórico, sabe que abocetar y dibujar no es una especulación teórica sino una praxis, por lo tanto, es algo vital. No es el artista investigador que se forma actualmente en nuestras facultades de arte. Al contrario, es un creador porque ha logrado dejar al margen todos estos condicionamientos teóricos de la época. Crear para él es un acto de generosidad, de sensibilidad, de delicadeza decían los críticos hace algunos lustros, de gusto por el diálogo con todas aquellas cosas que la ideología de lo nuevo nos obliga a desechar.
Así las cosas, la extrañeza que experienciamos en un primer momento se ha transformado en familiaridad. Sentimos que Cortés nos hace un llamado para que nos reconozcamos en todos estos fragmentos que ha compilado y elaborado plásticamente con la paciencia del pintor. Nos invita a mirar de frente y sin temor nuestra pobreza emocional, a realizar un inventario de nuestras carencias y negaciones, de todas las emociones que ha arrastrado el Aqueronte colombiano. La olleta es una cosa reiterativa en algunas de sus construcciones. Cortés nos recuerda que en torno a ella hemos tejido y fijado un sin número de emociones: el chocolate, la leche, la vaquita, el fogón, los leños, el molinillo, los brazos amorosos de la madre que baten con cariño el chocolate y lo deja hervir tres veces antes de ofrecérselo a su prole. Todo esto es mítico para el Norte sofisticado, ahíto y adicto a la Internet. No obstante, es lo más real en Ciudad Bolívar; muchos son los campesinos y campesinas que buscan un refugio, un lugar, una oración, un verso que les restituya su dignidad. Muchos son los pobres que llegan allí y terminan siendo miserables.
Cortés ordena en sus construcciones todo lo que el azar ha puesto en sus manos. El azar es su interlocutor primario y lo respeta; es necesario, afirma, mucha transpiración para hablar de tú a tú con el señor que gobierna el universo, así Einstein haya dicho que no, así el físico patalee o se mofe del poeta. Comprende que el azar no tolera la pedantería del investigador de academia y desecha la pretensión de imponer algún discurso –la verdad– a la realidad. El conjunto de su creación es una especie de retrospectiva emocional que se convierte en metáfora de nuestra bella capital: de noche una ciudad nación ordenada por los medios masivos de comunicación, el alcohol y las drogas: de día ciudad caótica, eléctrica, ebria, abigarrada, exuberante de basuras, esnobista, emocionalmente miserable, frustrada, incapacitada para el diálogo, y por todo esto narcisista y permanece entregada a todo tipo de violencias: dulce amargo que todos y todas hemos aprendido a saborear, sin excepción.
Cortés nos recuerda que todo aquello que tomamos en nuestras manos se transforma en cosa, en significado. No ignora que cuando reciclamos ordenamos, reescribimos aquello que nos sale al encuentro, aquello que nos pide la palabra, una tregua de silencio para escucharnos uno al otro. Para el artista todo esto es reciclar. No recicla materiales crudos, recicla cosas, es decir, significados. Esta es su propuesta: conformar una sociedad que cuide de sus cosas más significativas, reciclándolas, transformándolas de manera permanente, estableciendo entre ellas usos alternativos, o relaciones inéditas. No pueden amar quienes se niegan a la transformación permanente que reclaman las cosas. En sus manos, el movimiento mecánico del reciclaje queda exorcizado de todos sus demonios sociales mediante su acto de creación. Ha dejado de ser un movimiento mecánico y se ha convertido en acción, en competencia emocional para juzgar. Para él, reciclar es seleccionar, elegir, rescatar, cuidar todo aquello que lentamente se va disolviendo en el olvido que todos nos negamos a ser. Debemos enfatizar que su interés no es material: lo que le interesa de las cosas es su significado: cosa es significado. Cortés ha reciclado a Parménides: ser no es pensar. Ser es reciclar.
Reconocer la pobreza no es un acto escéptico, mucho menos morboso o depresivo, ni es encarnarse en la miseria, como creen algunos críticos respecto a este tipo de propuestas que tienen como protagonista al antagonista principal del glamuroso Norte. Es el inicio de un boceto de algo que no sabemos qué llegará a ser posteriormente. Cortés sabe que el artista piensa de manera diferente al físico. Éste investiga a partir de unos objetivos claros y distintos. Al contrario, el poeta establece relaciones inéditas entre las cosas, entre los significados de las culturas, sin ninguna certeza previa, excepto su voluntad de libertad e igualdad para todos y todas aquellas que hablan, así la mayoría se nieguen a ser iguales y libres.
Le pregunté: ¿Boceto para una versión? ¿Pero de qué? «No sé». Respondió con prudencia filosófica. El artista habita la incertidumbre, no tiene las certezas del físico, no las necesita, son un estorbo para ejercer la generosidad que caracteriza al poeta. Algunas de las construcciones presentadas hoy en la Galería Valenzuela & Klenner con seguridad serán recicladas, se convertirán en otro cosmos, otro orden: la belleza.
Cortés sabe que pensar es cambiar, subvertir significados, volver a pensar lo pensado. Su creación muestra que en Colombia ya pensamos artísticamente, y no precisamente mediante el rosario de conceptos que movilizan algunos teóricos de arte contemporáneo. Le resta una tarea. Depurar sus composiciones para que lo que se presenta como arte pobre no se confunda con arte de miseria. Sin duda, algunas de sus construcciones tienen la belleza de la sencillez, la sinceridad y la pobreza, las cuales formalmente nos recuerdan a Rauschenberg y conceptualmente a Feliza Bursztyn. Otras, presentadas como instalaciones, nos confunden porque sospechamos que cruzan la línea de pobreza, como dicen los economistas, en nuestro caso, pobreza estética, pobreza de forma. Quizá estas últimas tengan la función ingrata de resaltar aquellas construcciones que logran concebir una estructura formal atractiva para la vista.