Por: Jorge Peñuela
Fecha: marzo 22, 2011
No los odiamos por habernos sorprendido desnudos
Algunos teóricos de la política notan que muestro mundo se ha venido deteriorando una vez los artistas dejaron de construir cosas y concibieron su hacer como un pensar objetos.
En el momento en que otros medios para pensar artísticamente rehúyen las cosas, la fotografía contemporánea trata de rescatarlas de su olvido y suplir la indiferencia por la cosa en el arte contemporáneo, la cosa tiene un componente matérico que no podemos soslayar.
Los artistas que participan en Bogotá Fotográfica 2007, a pesar de las reflexiones de sus teóricos, no desbordan la objetividad, porque simplemente no les interesa, no encontramos en sus fotografías aquello que los profesores universitarios acríticamente llaman El Concepto. Para la mayoría de los participantes, su interés son las cosas que constituyen al hombre y a la mujer, las historias que se entretejen en ellas, y algunas de esas cosas -por ejemplo el alma-, son irreductibles a concepto. Los cuerpos de hombres y mujeres son perceptibles por sus cosas, ellas nos proporcionan los criterios para comprenderlos: “dime qué cosas te acompañan y te diré quién eres”, pues he inteligido tu alma. Existimos en nuestras cosas, gracias a ellas podemos hablar y somos seres con mundo.
Si en Fotográfica 2005 el pensamiento fue determinado por el realismo ingenuo e insaciable del reino de los imagófagos; en Fotográfica 2007 sus participantes deambulan por nuestros más recónditos vericuetos psicológicos; por medio de la invención de la cosa fotográfica, buscan hacer intuible las historias no contadas, articulándolas velándolas.
La cruda realidad sin interpretación artística no nos dice nada que ya no sepamos: el artista no nos puede sorprender como el vándalo a la vuelta de la esquina. Fotográfica 2007 recupera la ficción como la característica esencial de las historias del hombre y la mujer, resalta las sombras que iluminan nuestro mundo. Restaura el gusto por la lectura visual; cuando los sentidos intuyen y el pensamiento reflexiona. Cuando unos y otro satisfacen su deseo de saber, se genera un gusto que trasciende los apetitos sensuales; cuando el arte vela la realidad cruda constituimos una época. Fotográfica 2007 recupera para las artes plásticas y visuales, un público cada vez más escéptico respecto a la idea de que podemos intuir objetos artísticos intelectuales sin la construcción de cosas para los sentidos, sin una mediación sazonada. El alma no es sólo idea.
«Miradme en mí habita el miedo», afirmaba María Mercedes Carranza, y parecen repetir los pensadores de Cazadores de Sombras, en el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Como carecemos de cosas para habitar, el miedo anida en nuestro pensamiento. Las cosas fotográficas sazonadas con los lenguajes de las artes nos permiten hacerle frente al miedo, sacarlo al frente, tomar distancia, logran que el miedo no inhiba nuestra facultad esencial: pensar.
En su preocupación por las cosas, Fotográfica también recupera la idea de imitación. Recordando una sentencia de la Poética de Aristóteles, afirma Rosa Olivares, curadora de Cazadores de Sombras: «la fotografía no sólo imita lo que sucede sino lo que puede suceder, lo que ya ha sucedido, o lo que tal vez no ocurra nunca». Con este marco teórico que recupera las cuatro causas que determinan el hacer del hombre, la material, la formal, la final y la reflexiva o eficiente de que habló Aristóteles, la fotografía se instala en el lugar que dejaron vacante las artes plásticas hace unas pocas décadas, continúa el cultivo de esta tradición.
Fotográfica 2007 resalta de manera particular el interés por los valores plásticos sin olvidar que aquéllos han de subordinarse a una historia. El arte se trivializa cuando se limita a registrar aquello que sucede, por el contrario, se constituye en origen de realidades inéditas cuando nos proporciona pensamientos para redescribirnos con otras palabras.
A través de una serie de 20 retratos Juan Urrios, en el MAMBO, nos muestra que perseguir la identidad es ir en pos de una sombra, nos la presenta como una ficción, no como algo falso sino como lo más verdadero que le acontece a hombres y mujeres, los artistas comprenden la verdad como acontecimiento, incluyendo todas sus paradojas. ¡Qué más verdadero que soñar que hacemos parte de una comunidad que nunca nos va reconocer, así portemos y reverenciemos las insignias que la constituyen! ¡Usa los símbolos de nuestra religión, cómpralos, pero nunca serás uno de los nuestros! Parece pensar Urrios en los inmigrantes que llegan a las grandes ciudades, cuando caen en las redes de nuestra aristocracia mercantil, con la esperanza de una nueva vida.
Intuimos el escudo del equipo de fútbol de la ciudad, sus camisetas, sus gorras, como cosas fundamentales porque nos prometen abrir las puertas al reconocimiento de nuestra libertad: por medio de las cosas comprendemos que los otros son garantes de nuestra libertad. Urrios muestra que los emblemas deportivos logran que notemos aspectos ignorados por las cegueras y el culto a los atavismos con que nos disciplinan los regímenes tradicionalistas; no obstante, notarlos, no es reconocer a sus portadores como uno de los suyos. Nos alquilan a corto plazo sus símbolos pero logran que intuyamos que nunca seremos reconocidos como uno de ellos. En efecto, lo intuimos y nos volvemos melancólicos como cada uno de los hombres y mujeres que nos miran a través de la lente de Urrios «ya los fantasmas, las sombras me cercan y tengo miedo. Oídme bien, lo digo gritos: tengo miedo». Continúa diciendo María Mercedes Carranza. Los personajes en las historias que salen a la luz en las cosas fotográficas de Urrios, nos gritan sin estridencias sus miedos. El miedo a conformarnos con un reconocimiento comprado, alquilado a corto plazo, falso, interesado sólo en su rentabilidad.
Germán Gómez nos presenta unos personajes que escenifican su incapacidad para reconocerse a sí mismos, seres que sólo tienen como interlocutor las cicatrices de sus guerras por las cosas que prometen identidad. Con nostalgia, anhelan -sin esperanza-, reencontrase en su identidad perdida, en las cosas abandonadas por los objetos universales, vacios. Compuestos de fragmentos de soledad, no logran articular una frase con sentido, pues hablan una lengua que no es la suya, su incoherencia los lacera como las agujas que dejan huellas en sus rostros, solo perceptible para ellos, y que Gómez acertadamente intuye. Sus retratos evidencian el miedo que caracteriza nuestra época, ser reconocidos como una colcha de retazos amorfos y multiculturales, ser reducidos a un collage vistoso y superficial.
La arquitectura de nuestro aparato anímico, presentada por Begoña Montalbán en sus Pasos Perdidos, nos muestra una escalera que conduce a ningún lugar conocido, como en los dibujos de Escher. Aquello que al “yo” le parece ser una escalera con propósitos claros no es más que un arrume de peldaños de escaleras rotas, que ignoramos de dónde provienen, que sólo conducen a la diversidad de abismos inventados por las paranoias multiculturales. A primera vista, el de Montalbán parece ser un ejercicio vacuo, una demostración de dominio técnico para lograr resultados académicos; en Fotográfica 2007 se encuentran varios. Esas rutas de escape con que soñamos permanentemente para liberarnos de nuestros opresores, de nuestros miedos, le proporcionan a su trabajo una causa final que le otorga relevancia a su pensamiento. Si la arquitectura imaginada por Montalbán está concebida para recorrer a pie, la que imagina Amparo Garrido es ingrávida, está pensada para planear, para huir de aquello que la curadora llama el “Hombre del Saco”. En las dos construcciones fotográficas retumban los pasos del temible “Hombre de Arena” que tanto interesó a Freud, en ellas habita la angustia que tanto atormentaba a Nataniel, el protagonista del cuento de Hoffmann.
«Cuando sentimos miedo, disparamos. Pero cuando sentimos nostalgia, hacemos fotos», afirmaba Susan Sontag. La autora no ignoraba que la lente fotográfica podía ser empleada como instrumento al servicio del homo depredador: las lentes disparan, asedian, manipulan, sitian, hieren, asesinan.
No sólo la nostalgia determina el pensar la cosa fotográfica, con igual fuerza también el miedo, este es el caso de Joel Peter Witkin en la galería Alonso Garcés. Con habilidad y sensibilidad plástica, sus miedos convertidos en obsesión, lo llevan a cebarse en cuerpos oprobiados por la naturaleza, la cultura, o por ambas, obligan a parodiar la tradición artística que deja los cuerpos del hombre y la mujer sin ningún atributo, sin la posibilidad de realizarse en las cosas. Las cosas que dan carácter a los cuerpos de Witkin los niegan aún más, sus fotografías no son provocadoras, ni siquiera inspiran miedo, mucho menos compasión, son desesperanzadoras, su causa final es reforzar el miasma contemporáneo, paradójicamente legitima el nuevo orden político y económico.
No es que las obsesiones privadas no sean motivos legítimos para el pensamiento artístico, Witkin logra resultados plásticos sorprendentes, que sugieren una comprensión sutil de los grandes maestros del arte, paradójicamente también logra una identificación radical con ellos. Se trata más bien de explicitar que una obsesión privada en raras ocasiones coincide con un interés público: estas coincidencias son hitos en la historia. No es el caso de Witkin. Con Gottfried Helnwein, en la Galería Santa Fe, ocurre algo similar, sólo que este fotógrafo no cuenta con los recursos plásticos de Witkin. Las fotografías de Helnwein recuerdan los cuadros semáforo que tanto crítico Marta Traba, rojos y de enormes dimensiones para atravesársele al espectador, para forzar su contemplación.
Rafael Navarro es el más pictórico de los Cazadores de Sombras. Muestra la noche de nuestra época, las pesadillas que agobian nuestros sueños de libertad, en especial nuestras represiones sexuales. Sus Miedos en grises, son registrados en el momento que el agua se vuelve espuma y azota con inclemencia un conjunto de formas totémicas, con clara connotación sexual. Pertinente es volver al cuento de Hoffmann: nuestros miedos infantiles surgen por la amenaza de castración que enarbolan nuestros padres.
Es notable que Oscar Muñoz con todos sus meritos no haya estado a la altura de los fotógrafos internacionales. Su aporte a esta Fotográfica es modesto, quizá por eso se encuentre refundido en la Biblioteca Luis Ángel Arango. Adriana Duque saca la cara por Colombia; los diferentes momentos en que realiza su narración, son imaginativos y logran suscitar la angustia y el miedo que habita en el país de las maravillas.
A pesar de habernos sorprendido desnudos, sin cosas, como en la serie que presenta Mónica Barreneche, en la Sala Gregorio Vásquez, no odiamos ninguno de los artistas que escarban o escudriñan el amasijo de miedos que, con manos y brazos aferrados a nuestro pecho, nos negamos a liberar. Hemos aprendido a deleitarnos en nuestros miedos, ¿mostrar esto es lo perverso de la fotografía, como creía Susan Sontag?
Fotográfica 2007 les llega a los bogotanos y a las bogotanas porque les habla de sus miedos, porque narra poéticamente sus historias más intrincadas con el lenguaje sazonado de la tradición plástica occidental, pero principalmente porque los ha puesto a pensar, porque han aprendido algo, que el miedo es un fantasma que se puede controlar si lo hacemos real por medio del arte.
Si las artes plásticas quieren ser contemporáneas tienen que seguir el camino que está reabriendo la Cosa Fotográfica en Bogotá, el camino de regreso a las historias, velándolas por medio de la imaginación, creando ficciones para rescatarnos del imperio del miedo y de sus administradores. La consolidación de Fotográfica Bogotá es una alternativa artística en los años que no tenemos Salón Nacional. En el próximo Salón podrían los artistas reivindicar otras artes y sacudirse el imperialismo autoritario que hoy detenta la fotografía. Los bogotanos y las bogotanas respondieron con satisfacción al esfuerzo de Fotográfica 2007, pero siempre estarán a la espera de la reivindicación de las otras artes plásticas: no sólo de fotografía vive el hombre y la mujer contemporáneos; Colombia ama las artes. Después de todo no somos tan escépticos. La fotografía corre el riesgo de aplanarlo todo, de contribuir a la reafirmación unidimensionalidad económica en boga.