Por: Jorge Peñuela
Fecha: noviembre 29, 2011
Los horizontes de Denise Buraye comienzan la despedida al Luis Caballero
Las luchas quijotescas de quienes nos atrevimos a defender el Luis Caballero de sus enemigos, ha eclipsado las obras de los artistas nominados para su sexta y última versión.
Es hora de volver al pensamiento de los artistas que han creído posible pensar un espacio común en Colombia; más allá de los intereses creativos y profesionales de cada uno, todos han venido aportando ideas para ampliar y reforzar este espacio cultural que finalmente no aguantó la conspiración burocrática en su contra, y terminó por caer, víctima principalmente de la indiferencia que caracteriza a los bogotanos y nutre la corrupción en nuestra ciudad. No obstante, la experiencia colectiva de esta última versión nos puede dar señales para lidiar con los efectos que necesariamente habrán de venir como consecuencia de la Reforma malhadada. Antes de finalizar 2011, ojalá Santiago Trujillo y Marta Bustos propicien un encuentro con el público presidido por los ocho nominados para esta última versión. Es lo menos que pueden hacer para compensar el trabajo sucio que les tocó ejecutar: darle el puntillazo final al Luis Caballero, sin duda alguna el personaje del año en el campo del arte colombiano. Es inaudito que estos encuentros no se hayan realizado en el pasado. Esta es la ocasión para estimular el interés por lo público, hoy ausente en el campo del arte colombiano, así sea como epílogo a lo que pudo ser y no fue. Es responsabilidad del Estado promover principalmente esta virtud ciudadana en todos aquellos que se benefician de los estímulos artísticos. Además, debería ser uno de los compromisos de los artistas que buscan financiación para sus ideas estéticas. El Estado no debería comprometerse con proyectos hedonistas.
El artista aparece en su obra como gesto, como testigo impotente de su propia transformación y destino, pues, queda expuesto al discurso que debe suscitar si quiere existir, a saber, ir más allá de sus obsesiones y fantasmas. Por esta razón, la presencia del artista en su obra es una ausencia. Estas indicaciones sucintas de Foucault nos sirven para comenzar a cerrar el círculo virtuoso que puso en movimiento al que pudo ser el estímulo más importante de las artes plásticas y visuales de Colombia. La ausencia presente en la obra del artista debe circular en el lenguaje para que otros tengan noticia de él/ella. A través de estas noticias, otros se enterarán de las infamias de las que, o somos víctimas o actuamos como protagonistas. En cualquier caso, la contemporaneidad otorga realidad sólo a los infames, a aquellos que llevan lo ordinario a ese lugar extraordinario que es el campo del arte. Los artistas contemporáneos todavía no han hecho un elogio de la infamia, a pesar de que es a ella a la que deben su renombre. Ahora bien, la crítica evita que el artista sea absorbido por el agujero de la infamia del cual parte. La crítica cumple su objetivo si logra desviar al artista de las obsesiones que lo llevan a la muerte creativa para mantenerse con vida. Lo hace cuando da expresión a los gestos que evidencian las infamias del artista y los pone en la escena del universo del lenguaje.
Voy a hacer un horizonte para tu espacio. Éste es el gesto que nos permite acercarnos a Denise Buraye y comprender su infamia: su interés por la pintura y los discursos en torno a ella. No recuerdo que otros artistas hayan sacado al frente el problema del espacio para titular sus iniciativas. Quizá Rosario López lo hizo en la anterior versión, pero con otro propósito. Doy por descontado que todos los artistas han tenido que resolver los problemas que implica incorporar el mundo circundante al campo pictórico, aquello que los expertos llaman “campo expandido”. No obstante, Buraye va más lejos, nos sugiere que el espacio contemporáneo es un no-espacio porque carece de horizontes; que el espacio es posible si y sólo si se alza ante nuestra vista un horizonte. En efecto, un espacio sin horizonte está desprovisto de ideas, de belleza. Alguien no artista ha velado todos nuestros horizontes, ha cauterizado nuestras mejores ideas. Desde otro punto de vista, podríamos decir que la artista intuitivamente tercia en una discusión filosófica de gran renombre en el pasado: la existencia de los universales. Buraye considera que dejó de existir un horizonte universal y que los particulares están velados por una mano invisible que todo el mundo sabe a quién pertenece. Esto justifica el que cada una de sus pinturas nomine un horizonte en particular: horizonte que respira, horizonte volador, horizonte femenino, horizonte manchado, entre otros.
Como la promesa de un amante apasionado, la sentencia de Buraye es una promesa al espectador que ella por sí sola no puede cumplir, pues, requiere un intérprete, –que otro ponga su gesto a circular en el lenguaje. En medio de la extrañeza que le suscita la exigencia de pensar un espacio que se quedó sin horizontes, como la Galería Santa Fe, se dirige a nosotros en tono familiar para que consideremos si aún es posible construir un horizonte común, así las condiciones económicas que nos fragmentan desmientan permanentemente el que sea posible fugarse de la abyección económica a la que estamos sometidos; la responsable de que diariamente miles de hombres y mujeres mueran en nuestro planeta. Somos nosotros quienes debemos pensar las maneras en que el espacio puede devenir horizonte sin veladuras ideológicas. La artista aplica la primera pincelada de este paisaje atrapado por su cámara fotográfica, el cual es elaborado con sutileza en el campo del pensamiento estético. El espectador deberá juzgar la pertinencia de traer a primer plano la belleza que prometen los horizontes pintados por la mano del artista. Así por sí solo no pueda cumplir, el artista puede prometer porque se pone en tránsito para atravesar su tiempo, –queda expuesto en su obra, muerto, afirma Foucault. No obstante, su muerte es una muerte vital, una muerte en la que sigue viviendo una vez ha abierto un boquete al tiempo que tiene atrapada a su generación. El artista es un ser para el discurso. Éste es quien completa su proceso de emancipación. Esta es su revolución: atreverse a desnudarse para que la tristeza que lo habrá de destrozar devenga esperanza. El artista trabaja en su tristeza mientras que el crítico aporta la esperanza. Este tipo de intensidad fundamental constituye la infamia de la obra de arte contemporánea.
Buraye hace suyos varios gestos artísticos y filosóficos con los cuales se encuentra a lo largo de su exploración conceptual y la ardua experimentación artística. Cuando terminamos los recorridos que insinúan sus corredores blandos, comparte con el espectador un gesto de Georges Bataille; parece que aquéllos nos condujeran menos hacia la materialidad de sus pinturas y más hacia ese abismo que el filósofo le musita al oído para que se percate del horror de la época: “al fin de cuentas todo me pone en juego, permanezco suspendido, desnudo, en una soledad definitiva: ante la impenetrable sencillez de lo que es; y una vez abierto el fondo de los mundos, lo que veo y lo que sé no tiene ya sentido, ni límite, y no me detendré hasta que no haya avanzado lo más lejos que pueda”. La revolución de todo artista comienza cuando pone en juego todo lo que sabe sobre la vida y el arte, cuando felizmente queda fuera de sí por amor a lo que hace, como perdido o muerto, rodeado de todos sus logros y fracasos.
La tristeza es la “soledad definitiva” que preña al artista. En el caso particular de Buraye, la artista se pone al desnudo para alcanzar esa soledad que agobia la pintura, soledad que finalmente la ha de quebrar cuando la tristeza la haya embargado en su proceso creativo y la lleve al límite de sus fuerzas, cuando apenas pueda balbucear al mundo algo de lo que logra arrebatarle a eso indeterminado que simultáneamente nos gobierna y rehúye, para que sucumbamos a la desesperación. El reagrupamiento de estos fragmentos de belleza acontece como gesto en la obra de Buraye, da lo mismo si se trata de una serie de pinturas o del serpenteo de unos velos impúdicos que dejan traslucir una realidad vedada al ojo humano: la belleza. Poco importa si sus veladuras en el campo expandido nos arrebatan la “realidad política” que nos impide pensar el abismo en el que estamos. En el momento en que la artista alcanza un estado de no-sentido, da el primer paso para fundar un nuevo orden en el cual el horizonte y la belleza son posibles. Aquí la tristeza muta en esperanza. Ahora, ésta sólo puede ser desplegada con la complicidad del espectador, principalmente con la del crítico de arte. En efecto, después de leer este gesto de Bataille, sentimos que Buraye quería que nos sintiéramos desnudos en esos corredores líquidos que nos envuelven a lo largo de los recorridos que nos sugiere; asimismo quería que experienciáramos un aparente vacío de sentido para poder purificarnos al final de esta experiencia. Algunos críticos dirán que este tipo montaje es teatral. Nada más cierto. No sólo es la escenificación del drama de la pintura y del mismo Luis Caballero, los cuales han sufrido todo tipo de agresiones. (La noche misma de la inauguración la obra de Buraye fue agredida por un iconoclasta). Se trata también del drama de la ausencia de ideas y belleza que hemos tenido que padecer, de la supresión de los horizontes para que los hombres y las mujeres podamos emanciparnos de nosotros mismos, de nuestros propios dispositivos, diría quizá Foucault. Feliz la cita de Buraye que le sirve como declaración de principios estéticos. Bataille no pretende explicar nada. Tampoco la artista. Es pedante hacerlo. El filósofo aparece en su texto como uno más de los miles de muertos vivos que habitan los textos más prolíficos para nuestra contemporaneidad.
Las pinturas de Buraye miran al espectador desde un horizonte incierto, velado por todo tipo de intereses. Algo se sustrae a nuestra experiencia y alguna infamia se le oculta a la pintura. Sin duda se trata de la belleza, la cualidad más censurada en estas sociedades abyectas de la contemporaneidad. Entre el espectador y la mirada impotente de la pintura, Buraye insertó cuatro corredores blandos que los visitantes deben atravesar, si así lo deciden, pues, algunos visitantes prefieren ver el espectáculo desde la entrada a la Galería, temerosos de perder el efecto óptico que generan las veladuras que la invadieron para habitarla poéticamente. Otros rompen compulsivamente una y otra vez el himen trifoliado con que se protege la pintura de sus críticos. En efecto, quien mira es la pintura, pero mira nada porque Buraye le ha fragmentado todas sus perspectivas para que bajo esta presión diga lo que aún tiene que decir: que alguien la ha capturado y le impide decir algo con sentido. La instalación es un penetrable construido con tres velos instalados de sur a norte, los cuales una vez fueron desprendidos de las pinturas, sugieren al espectador unos recorridos previos antes de alcanzar la visión de una pintura achatada por la ausencia de libertad a que ha sido sometida. La materialidad del dibujo y la pintura constituye el último velo que nos impide ver nuestra contemporaneidad. La pintura austera y el dibujo diestro de Buraye nos esconden algo para que notemos su ausencia, y luchemos para traerlo a nuestra presencia.
El trabajo artístico de Buraye no es sencillo. Su instalación no es simplemente el diseño artesanal de una escenografía para que un conjunto de pinturas inestables no se sientan obsoletas en una Galería que lucha por mantener su distinción con respecto a una tradición pictórica hedonista y autoritaria. Sin duda, esta es una lucha política, una pelea en el ánimo del artista entre la pintura y el dibujo, los cuales guiados sabiamente por la artista, luchan por seguir existiendo como medio de expresión en este mundo volatilizado por la intervención de máquinas humanas que sólo pueden seguir las lógicas propias de las máquinas para el mercado. La artista intuye que si quiere mantener la pintura en un lugar destacado dentro de las prácticas artísticas contemporáneas, debe ganarse el espacio del espectador. Lo primero es el espacio, después, si las cosas se dan, recuperará su amor. El espacio del espectador le proporciona un horizonte del que ella entra a hacer parte constitutiva. Sin duda alguna, este es un gesto político que el jurado deberá tener en cuenta en el momento de ponderar las cualidades de los artistas nominados: las luchas políticas del arte se gestan desde el interior de su propio campo. En efecto, la lucha política no consiste en transformar al otro. Se trata de transformarse uno mismo con el propósito de desencadenar transformaciones de todo orden en el “campo expandido”. Ahora, cualesquiera que sean los conceptos que el jurado considere pertinente aplicar el día del Juicio Final, será necesario que nos los aclare en su comunicación final. El trabajo del jurado se puede constituir en un horizonte adicional a los que nos proporciona Buraye. El jurado tiene una responsabilidad adicional ante la opinión pública: mostrar que tiene la claridad conceptual necesaria para comprender y juzgar el conjunto variado y complejo de las propuestas que los bogotanos hemos venido apreciando durante este año. Estamos hablando del estímulo artístico y económico más importante que otorga nacionalmente la ciudad de Bogotá. No es poca cosa. Por lo tanto, el jurado deberá mostrar que por lo menos está a la altura de los nominados, y, de esta manera, desvirtuar las suspicacias que han comenzado a circular en nuestro medio.
Fotografías: cortesía de Denise Buraye
PD: El miércoles 6 de diciembre a las 7 P.M., inaugura Wilson Díaz, el último nominado. Esta es la última oportunidad que tenemos de darle un entierro digno al Luis Caballero y la tradición que simboliza.