Solo para artistas plásticos, danzarines: Tundra púbica, un dibujo intempestivo del maestro Óscar Salamanca. 

La línea craquelada y esquiva, ese camino  frenético a través del cual el maestro de la imagen se escapa de la bioestética neoliberal,  evoca en la mirada vacía del deambulante contemporáneo la emotividad de los pintores de la Edad Media, esos monjes singulares que intentaron pensar los entresijos  de ser universal-singular. Ser es pensar, conminaba Parménides a sus contemporáneos. Los más ilustres pensadores que le sucedieron, no lo comprendieron. Desde hace dos mil quinientos años venimos perdiendo ser porque hemos perdido la lengua fundamental (Heidegger, 2008). Las huellas que deja el pintor neurótico sobre la superficie de su piel, marcan nuestros propios restos de cuerpos sentidos en el olvido de ser. Si el ser sigue  escapando al pensar es porque el lenguaje usado, cosificado por el comercio cerril, lo ha espantado, lo ha alejado de lo propio del pensar la madre lengua, la lengua de la madre sometida (Butler, 2020). En Tundra púbica vemos revelarse al gigante de los cien ojos que camina en pos de ser, sentimos al poeta público que lo ve todo, el guarda de su comunidad al que nada se le escapa: Argos

Bien pensado el mito inconscientemente reescrito en este dibujo conmocionado, sin hurtarle su singularidad, podemos decir algo de manera universal: a una sensibilidad fina no se le escapa nada. Fino es sinónimo de belleza. Bello es el poeta que piensa su afuera interno, que inventa un lenguaje sutil para que el ser acontezca.  Una sensibilidad fina nos protege de todos los maleficios de hoy, aquellos que máquina el pubis neoliberal, privatizador de la sensibilidad pública. Solo una sensibilidad bella, con los brazos tendidos hacia el ser otra, nos puede resguardar de la amenaza privatizadora de lo común. La sensibilidad del poeta siempre está alerta. Nos alerta acerca de la pérdida de fertilidad, del devenir tundra árida, cerrada en sí misma, eterna e infinita. 

Así son los artistas de hoy. No me refiero a los artistas contemporáneos que son neoliberales en potencia, que andan de aquí para allá con sus empresas a la espalda a la caza de premios y becas de ocasión. Me refiero aquí a los poetas que deambulan, que han saltado afuera dentro de sus propias callejuelas,  perdiéndose una y otra vez en nuestras encrucijadas más abyectas.

La sensibilidad del maestro Salamanca está llamada a guardar la memoria amenazada por los actuales Centros de Memoria privatizadores. Me refiero a aquellos espacios áridos de sentido de ser, aquellos que promueve la estética vacía del neoliberalismo global. La mirada abierta del maestro vive alerta, no al mundo,  porque todo artista ya está afuera desde siempre. Al contrario, el poeta  real que nos falta ve siempre más que el obvio afuera. Ver es captar lo real mediante una métafora rodante, como aquellas chazas que hoy puluan en las grandes capitales de Colombia. La metáfora produce vida. El poeta que se reencuentra con el ser no imita, piensa mientras dibuja ser. Dibujar es una manera de ser y pensar. 

Nos hacen falta más artistas que guarden, que velen nuestro entorno amenazado por el emprendedurismo estético de Mincultura. Hacen falta poetas disidentes de todo discurso empresarial,  que su mirada esté abierta hacia ese sí mismo común que poetas como el maestro Salamanca nos ayuda a inventar.  

Veo muchas preguntas en este dibujo paranoico, la afectividad que marca nuestra época. Así pregunta un artista inquieto que no duerme, que guarda, que vela: pregunta de manera múltiple, no como ordena la investigación-creación de nuestros días. La academización de la vida es bioestética.

BIBLIOGRAFÍA

Butler, Judith (2020). El género en disputa. Bogotá: Planeta.

Heidegger, Martin (2008). ¿Qué significa pensar? Madrid: Trotta. 

Prohibido perdonar, prohibido entregar dones por fuera del statu quo neoliberal.

Guillermo Hoyos (1935-2013): nos haces mucha falta maestro. 

Hace diez años, en diálogo abierto con Derrida, el maestro Guillermo Hoyos elaboró una idea para promover una cultura del perdón en un pais devorado por todo tipo de odios; escribió acerca de la importancia de aprender a perdonar para poder recomezar de nuevo bajo otras condiciones políticas y sociales; retó nuestra imaginación social sacundiéndole sus olvidos  con el propósito de darnos la oportunidad de incorporar en la vida pública el perdón como una virtud cívica. Con el rigor conceptual que lo caracterizó durante su prolífica vida académica, el maestro distinguió el perdón moral del perdón jurídico y exploró la idea de Derrida acerca de las condiciones para perdonar lo imperdonable. También habló de las nuevas democracias por venir, esas que reclamamos las nuevas ciudadanías.

El perdón cura lo incurable, el corazón social. No obstante, perdonar socialmente no significa olvidar los deberes judiciales. Al contrario, significa recuperar la posibilidad de pensarnos como seres en la diferencia para habitar algo en común, significa proyectarnos como seres que se dignifican cuando perdonan. Ser es tener el coraje de pensar lo perdonable y lo imperdonable. Quizá nunca hemos pensado, ha dicho Heidegger (2008). Solo quién puede amar es capaz de pensar un perdón excepcional, las veces que sea necesario. El pueblo colombiano tiene una asignatura pendiente: la cultura cívica del perdón. Se comprende esta carencia aunque no se puede justificar.  Es que, ¡ay!,  aún no aparece ni siguiera en las universidades. 

Dice el maestro Hoyos: “El perdón de lo imperdonable, como se ve, es una virtud moral, relacionada con la política y lo jurídico, pero no son lo mismo.” En efecto, moral, política y derecho son registros discursivos relacionados pero son diferentes. La política del odio que de oficio incendia los ánimos, confunde estos tres registros solo con un propósito: hacer inviable un país igualitario. El perdón social favorece la reconciliación social y por ende la igualdad. La cultura de la cancelación, como la llama Abigail Maritxu Aranda Márquez, se encabrita cuando hablamos de perdón. Se enfurece cuando decimos que solo mediante el perdón por todo lo que hemos dejado de hacer en favor de la igualdad, podemos gozar del país sabroso en que vivimos. 

Sin vocación de perdón no acontece el signo sensible, el signifante olvidado que da cuenta de la memoria ultrajada, manipulada, tergiversada. El perdón social propone recuperar la memoria para pensar por primera vez y consolidar una cultura de paz que tenga como fundamento un corazón social. Entrega sin reservas un corazón colectivo que no es entregable a cualquiera: al perdonar a una persona se perdona a toda una comunidad por todo aquello que dejó de hacer para evitar un crimen. Nadie puede tirar la primera piedra.

Quien perdona piensa por primera vez, entrega completamente un corazón al extraño como un don excepcional, siembra un árbol para que produzca sombra común, compromete al descarriado a pagar por sus faltas, convoca a los justos y a las justas a pensar tocándose el corazón y a hacer lo mismo consigo mismos. 

Es un deber perdonarnos a nosotras y a nosotros mismos. Negarnos a perdonar consiste en mantenerse en el trauma, en esa tumba sin cuerpo en que se convierte el odio cotidiano.

Sin la fuerza del don no es posible regresar a lo propio de ser con otros: pensar. Sin don el pensamiento sigue adelante con su retiro de la esfera de lo humano (Heidegger, ibíd), allí donde se modela el corazón que demanda toda comunidad.  Sin el don total que es el perdón no hay acontecimiento de algo común a todas las diferencias, no despunta la luz del día que todas, todos y todes esperamos. 

Perdonar nos hace iguales para reconocer la libertad en las diferencias, para el reconocimiento de una humanidad que se olvidó de amar, de pensar y  de perdonar.