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Prohibido perdonar, prohibido entregar dones por fuera del statu quo neoliberal.

Guillermo Hoyos (1935-2013): nos haces mucha falta maestro. 

Hace diez años, en diálogo abierto con Derrida, el maestro Guillermo Hoyos elaboró una idea para promover una cultura del perdón en un pais devorado por todo tipo de odios; escribió acerca de la importancia de aprender a perdonar para poder recomezar de nuevo bajo otras condiciones políticas y sociales; retó nuestra imaginación social sacundiéndole sus olvidos  con el propósito de darnos la oportunidad de incorporar en la vida pública el perdón como una virtud cívica. Con el rigor conceptual que lo caracterizó durante su prolífica vida académica, el maestro distinguió el perdón moral del perdón jurídico y exploró la idea de Derrida acerca de las condiciones para perdonar lo imperdonable. También habló de las nuevas democracias por venir, esas que reclamamos las nuevas ciudadanías.

El perdón cura lo incurable, el corazón social. No obstante, perdonar socialmente no significa olvidar los deberes judiciales. Al contrario, significa recuperar la posibilidad de pensarnos como seres en la diferencia para habitar algo en común, significa proyectarnos como seres que se dignifican cuando perdonan. Ser es tener el coraje de pensar lo perdonable y lo imperdonable. Quizá nunca hemos pensado, ha dicho Heidegger (2008). Solo quién puede amar es capaz de pensar un perdón excepcional, las veces que sea necesario. El pueblo colombiano tiene una asignatura pendiente: la cultura cívica del perdón. Se comprende esta carencia aunque no se puede justificar.  Es que, ¡ay!,  aún no aparece ni siguiera en las universidades. 

Dice el maestro Hoyos: “El perdón de lo imperdonable, como se ve, es una virtud moral, relacionada con la política y lo jurídico, pero no son lo mismo.” En efecto, moral, política y derecho son registros discursivos relacionados pero son diferentes. La política del odio que de oficio incendia los ánimos, confunde estos tres registros solo con un propósito: hacer inviable un país igualitario. El perdón social favorece la reconciliación social y por ende la igualdad. La cultura de la cancelación, como la llama Abigail Maritxu Aranda Márquez, se encabrita cuando hablamos de perdón. Se enfurece cuando decimos que solo mediante el perdón por todo lo que hemos dejado de hacer en favor de la igualdad, podemos gozar del país sabroso en que vivimos. 

Sin vocación de perdón no acontece el signo sensible, el signifante olvidado que da cuenta de la memoria ultrajada, manipulada, tergiversada. El perdón social propone recuperar la memoria para pensar por primera vez y consolidar una cultura de paz que tenga como fundamento un corazón social. Entrega sin reservas un corazón colectivo que no es entregable a cualquiera: al perdonar a una persona se perdona a toda una comunidad por todo aquello que dejó de hacer para evitar un crimen. Nadie puede tirar la primera piedra.

Quien perdona piensa por primera vez, entrega completamente un corazón al extraño como un don excepcional, siembra un árbol para que produzca sombra común, compromete al descarriado a pagar por sus faltas, convoca a los justos y a las justas a pensar tocándose el corazón y a hacer lo mismo consigo mismos. 

Es un deber perdonarnos a nosotras y a nosotros mismos. Negarnos a perdonar consiste en mantenerse en el trauma, en esa tumba sin cuerpo en que se convierte el odio cotidiano.

Sin la fuerza del don no es posible regresar a lo propio de ser con otros: pensar. Sin don el pensamiento sigue adelante con su retiro de la esfera de lo humano (Heidegger, ibíd), allí donde se modela el corazón que demanda toda comunidad.  Sin el don total que es el perdón no hay acontecimiento de algo común a todas las diferencias, no despunta la luz del día que todas, todos y todes esperamos. 

Perdonar nos hace iguales para reconocer la libertad en las diferencias, para el reconocimiento de una humanidad que se olvidó de amar, de pensar y  de perdonar.

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