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“Arte político”: reflexiones en torno a una catalogación ambigua.

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Al aproximarse a hablar sobre la existencia de un arte político en Colombia, debe hacerse una reflexión lógica en torno a esa denominación y su pertinencia.

Es evidente que bajo esta catalogación busca asociarse las manifestaciones de denuncia que los artistas realizan en un contexto político reaccionario, pero ¿ si existiera un arte reaccionario no estaría acaso gestando  a su vez un arte político? Es decir que arte político podría señalarse tanto a un arte que protesta frente a sus instituciones como a un arte promovido, patrocinado o partidario  del Estado.
Las relaciones entre arte y política hacen que ambas posibilidades de manifestaciones políticas en las prácticas artísticas hagan parte de una tradición inherente a la creación en Colombia.  Las relaciones entre ambas (arte y política) no se desligarán porque al igual que en todos los contextos culturales surgen con una dependencia unidireccional hasta que la política empieza a hacer uso de la fotografía y de la publicidad en la época moderna. Con el fin del artista burgués y el inicio de una independencia del tema en la pintura (producto del ocaso del neoclasicismo como ideal de belleza de las elites) surgen aproximaciones a un sentido de identidad que en los países latinoamericanos tomaran raigambre en la raza mestiza y en el arte precolombino produciendo un nacionalismo a ultranza.

 

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En el caso de Colombia, no hay que olvidar que la Escuela de Bellas Artes  solo tuvo un inicio exitoso hasta que fue promovida por los gobiernos progresistas de finales de siglo XIX. Sin embargo, las manifestaciones artísticas van a ser copias de los modelos franceses y españoles que se imponían como los cánones del buen gusto de los mismos presidentes y políticos que promovieron y auspiciaron a los artistas. Hasta bien entrado el siglo XX, la complicidad entre ambas las llevó de la mano, aunque con altibajos por la falta de correspondencia económica que solo se solventaron con la bonanza de la retaliación a Colombia por la independencia de Panamá. Con una buena suma de dinero para las artes entregado directamente del presidente al nuevo encargado de regentar la Escuela, aparecen nuevas herramientas pedagógicas que tienen como fin prologar el academicismo entre las juventudes. Roberto Pizano compra en Europa las reproducciones de yesos de los museos más importantes  y las traen al país para cumplir la labor social de acercar al arte a los incapacitados económicamente para viajar, y para dejar las proporciones clásicas en manos de los estudiantes de la Escuela de Bellas Artes.

Este último bastión del academicismo empezó a entrar en reevaluación por las generaciones jóvenes que no tragaban entero ante las determinaciones de sus padres. La generación de los Nuevos se reunió en un intento por darle caducidad a las ideas anodinas de los Centenaristas y se apoyo en otro arte político que era revolucionario pero a su vez estaba patrocinado por el Estado: el muralismo mexicano. El entusiasmo hizo cambiar de capital artística y México se convirtió en destino de los nuevos talentos. Sin embargo, Colombia nunca cedería tantos metros de pared a sus pintores y ninguna plaza pública para los escultores. Extranjeros llenaron de próceres los pedestales de la nación mientras los escultores nacionalistas acumulaban sus talleres de bocetos que nunca realizarían; ningún artista colombiano fue patrocinado por el Estado para un encargo nacional.

El francés Emanuel Fremiet fundió el Monumento a Los Héroes para el Centenario en 1910; el alemán Ferdinand von Miller realizó en 1883 el complejo monumental del Puente de Boyacá que solo se inauguró hasta 1937; Cesar Sighinolphi fue convocado para regentar asignaturas en la incipiente escuela y de pasó se le comisionó las eternamente nómadas estatuas de Colón e Isabel La Católica (1897). Los españoles Victorio Macho y Antonio Rodríguez del Villar serían recibidos con bombos y platillos celebrando su nacionalidad para que ejecutaran sendos complejos conmemorativos. Aunque la estética de la anatomía humana robusta de los nacionalistas había generado la ruptura con el neoclasicismo decadente ya en Europa, las mentes políticas que lo habían auspiciado en su juventud habían regresado al discurso paternal y cerraron las puertas al llamado de la tierra que antes habían defendido con ruana y machete.

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 Pero la imagen a proyectar en el exterior debía ser la opuesta, debía ser exótica y llamativa. Al estandarte de la modernidad, Rómulo Rozo lo comisiona el gobierno nacional para llenar de interpretaciones precolombinas un edificio en la Feria Iberoamericana de Sevilla, demostrando la independencia colombiana de los modelos europeos. Rozo es bien pagado por el gobierno, apoyado por el mecenas del arte de vanguardia Eduardo Santos y elogiado en la prensa nacional como el artista más importante de Colombia. El escultor toma la sabía decisión de no escuchar el canto de las sirenas de su patria y decide cambiar de camino con desconfianza, dirigiendo se  a México. Nunca regresaría a Colombia a sabiendas de que si volvía moriría de hambre, como muchos de sus colegas que tuvieron que vivir de la docencia, de la albañilería o de cambiar sus cinceles por pinceles y estrenarse en un nuevo estilo de pintura costumbrista y a la vez académica que parecía devolvernos a los tiempos de Garay y Urdaneta pero con ruanas y alpargatas. Reaccionarios podrían entonces ser denominados artistas como Miguel Díaz Vargas, que disfrazaron de campesinos los cánones clásicos y los reinauguraron en la Escuela de Bellas Artes en los años 40´s. Los pocos pintores que mostraban su fidelidad a la vanguardia colombiana eran castigados por el máximo detractor de la modernidad en Colombia: Laureano Gómez. Cuando llega al poder tapa los murales de Ignacio Gómez en el capitolio, pone cortinas a los desnudos de los murales de Pedro Nel en Medellín y no escatimara de insultos para Débora Arango y al promotor de esas sevicias: Jorge Eliecer Gaitán. A los tres pintores los catalogará como pintores patológicos de la lepra, elefantismos y demás aberraciones a la anatomía humana. Por el contrario, en su administración se premiaran los renacentistas colombianos del momento con un descarado nepotismo que ya no nos avergüenza en este país: el escultor Moisés Vargas gana Salón Nacional con un busto del presidente Laureano y el otro año gana la sobrina del doctor el premio de pintura (Blanca Sinesterra).

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Cuando Gaitán caía en la séptima víctima de los disparos de Roa Sierra, el rechazo de los artistas no se hizo esperar. Obregón, denunció los asesinatos mas macabros que encontró en el Cementerio Central, Graú pintó la destrucción de la ciudad, Débora conmemoró la vida del líder inmolado y muchos otros mas también protestaron y protestarían desde ahí en adelante por las atrocidades de nuestros gobiernos. Los años venideros llegarían con peores horrores que denunciar, y presidencias más siniestras que le tocarían a nuevas generaciones de artistas como Pedro Alcántara Herrán, Augusto Rendón y hasta muchos mas hasta nuestros días.

Así pues, las relaciones entre arte y política en Colombia son uno de los pocos  matrimonios estables de estos tiempos. Para bien o para mal están siempre juntos, denunciándose y censurándose, reconciliándose y peleándose como eternos novios. Botero y Uribe pintan juntos, Obregones adornan las cortes judiciales más reputadas, Gaviria vende obras de Miller Lagos, el exministro Casas vende Rosario Lopez, y todos viven felices. Política y arte no sólo deben ser vistos entonces como estadios opuestos ni archienemigos por excelencia. Su complicidad es más compleja y a la vez es simplemente una tradición en un país de amores y odios. Arte político es por tanto una condición inherente a la creación en Colombia desde sus primeros días y presente en las manifestaciones contemporáneas.

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Fernando Botero y Álvaro Uribe pintando un cuadro para beneficencia.
2006   

Christian Padilla
Máster en Estudios avanzados en Historia del arte
Universidad de Barcelona.

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