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Nadie debería apelar a la víctima*

No tenemos ni idea de la gravedad de la vida de los otros. El sistema que los controla podría darnos cuenta de sus fracasos y méritos. Podemos imaginarnos el sistema como una forma de Estado total en la que el concepto teórico no se ha llevado a la práctica del todo. Por ejemplo, un hombre es cristiano, padre de familia, maderero. Se permite hacer uso de las ventajas de cristianismo. Es un hombre del partido, pero como cristiano que es, el odio al enemigo y la codicia van a costarle arrepentimiento a raudales; se tortura, debe someterse al juicio de su propio régimen. Languidece en los calabozos de sus ideas; se prohíbe acostarse con otra mujer y llevar una buena vida con la suya, aunque cada vez le sea más imposible. Así pues, se permite y se prohíbe cosas que su vecino se prohíbe o se permite de una forma completamente distinta, y todos deben hacerlo bajo el denominador común de un edificio del todo extrínseco: el de la comunidad, el de la sociedad. Cada cual es para sí mismo su pequeño doctrinario y rebelde, su fanático, su laxo simpatizante. En cuanto te haces una idea de esto, aparece la sociedad, que repite a lo grande, si bien con menos riqueza, lo que individualmente ya estaba ahí…

El hombre acepta el puesto que se le adjudica gracias a la representación proporcional de los partidos. Dentro de su sistema esto es justo y está justificado, aunque fuera no lo sea, y un hombre más capacitado, un socialista, debería haber conseguido el puesto, o […]

En realidad, no nos corresponde prácticamente nada. Todas nuestras aspiraciones son erróneas y, por tanto, requieren un fundamento. La bondad eterna y que todos tengamos los mismos derechos, el derecho al trabajo y a la libertad, por desgracia, hay que fundamentarlo. Si no hubiera que hacerlo, qué fácil sería todo.

No podemos dejar de anhelar, de pensar, de fundamentarnos todo lo que hacemos. La vida como la vivimos hace milenios no es nada obvia: ya las primeras aspiraciones como una vida regalada, el perdón o la liberación apuntaban hacia una enorme falta de obviedad. Todas estas palabras deberían desaparecer. Aquí ya no se regala nada, ni se perdona, ni se autoriza, ni se reconoce… Cuando dejemos de hacerlo, despuntará la aurora.

Justamente por eso, no puede haber víctimas, personas como víctimas, porque de la persona convertida en víctima no obtenemos nada. No es cierto que las víctimas nos apremien a recordar, que atestigüen, que rindan testimonio de algo. Esta es una de poetizaciones más terribles, irreflexivas e inconsistentes.

Sin embargo, la persona, que no es una víctima, se halla entre dos luces. Lleva una existencia dudosa por excelencia. El que casi se ha convertido en víctima también continúa cometiendo sus errores, funda nuevos errores, no está “en la verdad”, no es favorecido. Nadie debería apelar a la víctima. Es un abuso. Ningún país, ningún grupo ni idea deberían apelar a sus muertos.

¡Pero qué difícil es expresarlo! A veces siento con gran claridad que una u otra verdad se alza y siento cómo es aplastada en mi cabeza por otros pensamientos, o siento que se atrofia porque no sé qué hacer con ella, porque no se deja comunicar, no sé cómo comunicarla o porque no hay nada que requiera que la comunique; yo no puedo intervenir en ningún lugar y en nadie.

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*Literatura como utopía (Selección de escritos críticos). Traducción Mónica Fernández Arizmendi y Ángels Giménez Campos. Pre-Textos, Valencia, 2012.

Publicando originalmente en Salón Kritik

Fotografía: José Alejandro Restrepo en el VII Premio Luis Caballero.

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