Por: Eduardo Serrano
Fecha: noviembre 24, 2013
Todo el arte debería ser popular
El de arte popular es un concepto muy ambiguo compuesto por dos vocablos igualmente variables e indeterminados.
El vocablo arte se refiere a las creaciones que expresan la visión sensible del hombre acerca del mundo y de la vida, en tanto que el vocablo popular es un adjetivo que indica lo perteneciente o relativo al pueblo. Pero dentro de esos lineamientos generales, tanto el vocablo arte como el término popular, tienen muy distintas acepciones de acuerdo con las culturas y el momento histórico en que se han considerado.
En Occidente, por ejemplo, el concepto arte ha estado relacionado con ritos y ceremonias litúrgicas, con consideraciones estéticas y con posiciones y doctrinas de la más diversa índole, y algo similar sucede con el término popular, el cual se ha identificado en ocasiones con lo primitivo e inclusive lo vulgar, y en otras ocasiones con lo que satisface a mucha gente.>
No es extraño, por consiguiente que una indefinición aún más acentuada se produzca con la unión de los dos términos, es decir, con la expresión arte popular cuyo significado no sólo ha variado a través de la historia, sino que en la actualidad se entiende de manera diferente en cada pueblo o cultura. Mientras en Norteamérica y Europa, por ejemplo, se refiere a expresiones masivas que atraen a un público numeroso inscrito en la clase media “fordista” que sigue manifestaciones como la música rock, el cine made in Holliwood, y la literatura tipo bestseller, en África se adjudica a manifestaciones de carácter etnológico y en América Latina está relacionado con lo local, con lo autóctono, con lo artesanal, con el folclore.
De acuerdo con la teoría marxista la creatividad popular, de todos, empezó a ser coartada muy temprano en la historia, cuando en los pueblos pre-agrícolas se creó la división del trabajo en cazadores, recolectores o pescadores, surgiendo la especialización y la consiguiente articulación de formas preestablecidas (como los códigos para el lenguaje simbólico) que requieren de una clave para su comprensión o funcionamiento. Esa clave era del dominio de brujo, quien tenía dentro de su competencia la organización de la vida tribal, razón por la cual hoy no sólo se le considera como el creador del trabajo especializado, sino que se le atribuye el origen de la separación de la sociedad en clases.
Con la división del trabajo aparecería eventualmente la especialización en arte (la cual convertiría al brujo en lo que se refiere a rituales y a representaciones propicias a la caza, en una especie de crítico o curador de entonces), lo que trajo consigo un paulatino alejamiento entre la mayoría de la población, y las posibilidades artísticas. La ejecución e inclusive el disfrute del arte irían reservándose cada vez de manera más estricta para los iniciados, y de esta forma, el símbolo y la viabilidad de descifrarlo, pasaron al dominio de una élite.
Es este el origen de los artistas que se pueden denominar “profesionales” en el sentido, no sólo de que estudian una profesión debiendo someterse a un aprendizaje de reglas y parámetros predeterminados, sino de que practican el arte como una especialidad en la que adquieren virtuosismo y reconocimiento, la cual les permite una manera económica de vida. Y es así cómo, el arte, que había sido una actividad creadora libre, popular, empezó a convertirse, no sólo en una actividad excluyente reservada para un cenáculo privilegiado, sino en instrumento para la consecución de fines extra-artísticos.
No es necesario detenerse en cada época para comprender que el arte ha sido utilizado a lo largo de la historia para transmitir e imponer ideologías, ni de que así como en los pueblos pre-agrícolas se usó confines mágicos, ya en las sociedades sedentarias se convirtió en instrumento de la religión, de la moral, de la política, y a través de todo ello de la dominación económica. Desde la antigua Grecia donde (de acuerdo con Arnold Hauser) se dio el paso, de un arte comunitario anónimo a una producción aislada de individuos que cantaban las hazañas y aventuras de sus líderes y la rivalidad entre los paladines de las diferentes polis, pasando por la antigua Roma, donde el surgimiento del mecenazgo privado incrementó la utilización del arte de acuerdo con los intereses de los patronos, el arte culto, el arte de los especialistas, ha constituido casi que invariablemente, y en muchos casos de manera inconsciente, una refrendación de la ideología dominante.
Inclusive en la Edad Media cuando, a pesar de que el primer arte cristiano fue claramente producido por el pueblo, más interesado en los contenidos espirituales que en el refinamiento de las formas y los atractivos sensoriales heredados del clasicismo greco-romano, de todas maneras al pasar el Cristianismo a convertirse en la religión oficial, el arte se puso claramente al servicio de la suma autoridad de los poderes temporal y espiritual cuyos intereses el artista interpretabasiguiendo las normas establecidas.
Para otros autores, sin embargo, un origen más preciso del arte popular puede situarse en Europa y puntualmente en el Renacimiento, cuando el artista se individualiza y produce obras de arte para la adquisición de clientes particulares. Antes del Renacimiento (de acuerdo con Lewis Mundford), la comunidad participaba conjuntamente del trabajo creativo, tomaba parte en representaciones religiosas, y opinaba acerca de la decoración de las grandes obras: “la función crítica era tan universal como las oportunidades de creación estética. Todas las fuentes de creación estaban en la vida común” (1). Pero al desaparecer la unidad de cultura, de ideas y de sentimientos que reinó en la Edad Media, la palabra “artista” vino a calificar a un grupo selecto de practicantes de las artes en oposición a la palabra artesano que era la utilizada hasta ese momento.
(1) Disponible en Internet:
larenovaciondelavida.blogspot.com/…/renacimiento-y-capitalismo.html? (Citado el 13-06-2013).
Es decir, anhelando una Roma ideal que restituyera las viejas glorias y logros de la llamada “pax romana”, los gobernantes y las clases dominantes de la Italia de los siglos XIV y XV se propusieron embellecer su propio mundo con restauraciones, renovaciones y ajustes del pasado clásico. El arte pasó entonces a ser asunto de pequeñas minorías, de los sectores más pudientes, dueños del poder. Ellos eran los compradores y patronos de un arte que, con la recién iniciada pintura de caballete, no sólo había hecho aún más visible su identificación con los propósitos de príncipes y reyes y el acatamiento a sus designios y valores, sino que gracias al dominio adquirido en su práctica, fomentaba igualmente el culto a la personalidad del artista, que empezó entonces a ser considerado “maestro” y a gozar de las ventajas que este estatus les significaba.
Pero para que este nuevo orden y esta nueva visión de la estética tuviera éxito, fue imperativo (otra vez de acuerdo con Mumford), infamar la cultura popular, degradar sus valores y calificar de fáciles o toscos sus más preciados logros; denigración que se produjo al mismo tiempo que se transfería la autoridad en materia artística, de los propios trabajadores del arte, a un déspota estético, el nuevo brujo, el hombre de buen gusto, conocedor de los textos antiguos y que sabía de memoria las normas del arte clásico. Lo popular empezó a ser considerado como hechura de una clase por naturaleza inferior, inconsciente, irreflexiva, infantil, primitiva, por lo que sus producciones no pueden equipararse con los de las clases hegemónicas, con las de los hombres excepcionales, ilustres, bendecidos con dones que los elevan por encima del común de la población.
Para otros autores, un posterior acaecimiento acentuaría la escisión entre el arte culto, ya influido por la enseñanza académica, y el arte popular. Se trata de la llegada del capitalismo y de la Revolución Industrial en el siglo XVIII. Con la producción masificada, la diferencia entre el arte profesional y el arte de las mayorías se incrementó notoriamente, aunque en un sentido diferente al revisado hasta este momento, puesto que en esa ocasión fue la sociedad de consumo la que propició el florecimiento del arte popular alentando la adquisición de imágenes de estilos y características mecánicas producidas en serie. Contra el supuesto mal gusto de ese arte maquinal habría de reaccionar el movimiento conocido como Arts and Crafts, (Artes y Oficios).
Es por esa época, cuando, precisamente en relación con los objetos e imágenes producidos industrialmente para el consumo, “del vulgo”, o de “las masas”, como llama la clase hegemónica al pueblo, aparece el concepto del “kistch” término alemán que no tiene una traducción muy exacta al español pero que se acerca a lo vulgar o a lo cursi y que se utiliza en referencia al gusto de las clases populares.
Pero no sobra precisar en este momento que “el gusto” no puede clasificarse científicamente puesto que se trata de una construcción social sujeta a ideologías, y como tal, aunque pueda parecer como un atributo individual, o pueda entenderse como un ejercicio de subjetividad, la verdad es que puede ser modificado o inducido por la promoción y el proselitismo, siendo la clase dominante la que ha impuesto y sigue imponiendo alrededor del mundo, sus propios gustos.
Inclusive cuando artistas de la elite se han revelado y denunciado injusticias o abusos de poder, al hacerlo de acuerdo con las reglas establecidas del arte, en concordancia con la concepción artística aceptada y estimulada por los gobernantes, están, de todos modos, reforzando el statu quo y reproduciendo las nociones del mundo y de la vida propugnadas por la clase dominante. De ahí el gran escepticismo, el desinterés, e inclusive el rechazo de las clases populares cuando los “maestros” y sus instituciones pretenden interpretar sus sentimientos, sus tragedias y sus padecimientos, puesto que lo hacen de total conformidad con la vías y los parámetros artísticos instaurados por la clase hegemónica y blindados por el grueso cristal de su comodidad económica y sus prerrogativas de círculo de “virtuosos”.
Es decir, el arte profesional, o “culto”, como gustan denominarlo sus practicantes, ha sido y sigue siendo el arte de la clase dominante, puesto que reafirma pasivamente las relaciones de poder bajo las cuales fue producido, refuerza la ideología sobre la que descansan sus convicciones y justifica sus actitudes y posición privilegiada.
Lo importante para este texto, sin embargo, es que a pesar de la larga hegemonía del arte culto, ese otro arte, libre, no especializado, espontáneo e incluyente,no ha desaparecido de la faz de la tierra, y que aunque no se le haya permitido aflorar como expresión legítima de clase o de individuos, sigue practicándose y transmitiendo ideas y pensamientos a un número considerable de personas.
En otras palabras, las posibilidades de expresión que proporciona el arte, su viabilidad como medio de comunicación social, su tarea como actividad orientada a la afirmación y el conocimiento de los impulsos esenciales de los seres humanos, sus infinitos recursos como estímulo para la reflexión y su poderoso atractivo como dispositivo lúdico, no han podido ser abolidos ni siquiera por el prejuiciado y excluyente sistema actual de difusión y circulación artística. Cada aldea, cada vereda, cada barrio, tiene sus artistas. Cada persona del pueblo es potencialmente un artista, y el arte popular es la más clara indicación de que la necesidad de evidenciar esa pulsión creativa, esos ímpetus libres y esenciales del hombre, ha derrotado al sometimiento ideológico que han intentado imponer sobre el artista, el brujo, el sacerdote, el jefe político, el crítico, el curador, el profesor,y las leyes del mercado.
Y es en este punto donde la idea de que “todo hombre es un artista” proclamada por el artista alemán del siglo XX Joseph Beuys, entra en contacto con el arte popular en Colombia, puesto que ha llegado a convertirse en el argumento central para su incipiente reconocimiento, e inclusive, en la piedra angular sobre la cual se han erigido los Salones BAT, único evento del país que ha abierto consistentemente sus puertas al arte no profesional.
En el país, en la actualidad,la expresión arte popular es un término incluyente el cual abarca no sólo las tres categorías antes mencionadas del arte como fenómeno de masas, como referencia etnológica y como lo autóctono y artesanal, sino que da cabida (como se ha puesto repetidamente de presente en los mencionados salones) a todo tipo de arte autodidacta, es decir, no especializado, y en particular, a las obras que están al alcance del pueblo, tanto en su producción como en su difusión y circulación. Obras independientes de las camisas de fuerza generalmente importadas del arte erudito, y que por tanto pueden concretarse libremente de manera tradicional o vanguardista, con contenidos de alcance local o global, que puede o no consagrase a un estilo o una técnica, que puede derivarse o no del arte culto, y que puede ser analizado desde distintos criterios estéticos, sociales, políticos e ideológicos.
Podría decirse, entonces, que en el país el término arte popular es equivalente a “arte empírico contemporáneo”, pero coincidiendo con Hauser en que su existencia se debe a una élite que proclama la existencia de su opuesto: un arte superior, un arte profesional, aprendido, que ha implantado un sistema excluyente de producción, circulación y consumo, apoyada en una definición del arte que le niega su naturaleza de expresión visual para convertirlo en un cúmulo de saberes, estilos o prácticas cuya vigencia ella misma se encarga de certificar.
Pues bien, el propósito de Beuys fue acabar con esa noción circunscrita del arte como producto exclusivo de una elite y resultado de una tradición cuyas claves reposan en las manos de un grupo restringido. Su objetivo fue extender los ámbitos artísticos más allá de los guettos (escuelas, galerías, museos) en los que, en lo relativo a las artes visuales, se ha confinado la creatividad; devolverle al arte su función primigenia, imbricándolo con las necesidades del hombre, e involucrando a toda la sociedad en un nuevo concepto ampliado del arte en el que cualquier persona puede ser artista.“Cada hombre un artista”, repitió una y mil veces convencido de que la creatividad es inherente al ser humano, de que en toda persona existe una facultad creadora latente que debe ser reconocida y perfeccionada.
Para Beuys no sólo el arte no puede separarse de la vida, sino que todo conocimiento tiene su origen en el arte, toda capacidad procede de la creatividad del ser humano, y esa fuerza universal se revela claramente en el trabajo, razón por la cual la tarea del artista es igual a la de los demás. De esta consideración se colige que si un albañil, médico, agricultor o panadero confronta su trabajo creativamente, sus obras tienen el mismo valor que las del artista culto, a quien se le han aportado en la academia algunos conocimientos para llevar a cabo su especialización. Sencillamente, no hay actividades del ser humano especialmente creativas o más creativas que otras.
Es decir, no hay tal de que el artista culto sea un individuo que posee una fuerza excepcional, una genialidad individual, sino que es un ser común como cualquier persona capaz de hacer bien su trabajo y de expresar lo que piensa o lo que siente a través de acciones artísticas.
No se trata, entonces, de que para Beuys todo hombre deba ser pintor o escultor. Y tampoco es esa la idea del Salón BAT dentro de cuyos parámetros, si alguien piensa que se puede expresar a través del óleo y los buriles, tiene todo el derecho a hacerlo al igual que si piensa que lo puede hacer a través de las más recientes prácticas artísticas, o de alguna desconocida, e inclusive de la tecnología, o si cree que puede hacerlo a través de la confrontación creativa de sus labores cotidianas. Cada acto de un ser humano es susceptible de convertirse en obra de arte, en un acto de creación, y si alguien piensa que algo es arte, pues es arte, puesto que no existen estándares objetivos para determinar cuáles obras son arte y cuáles no.
De acuerdo con John Carey, profesor emérito de Oxford,“las obras de arte tienen valor porque alguien les da valor. Que mucha gente piense que la Mona Lisa es valiosa y que signifique algo para ellos es obviamente importante, pero eso no quiere decir que aquel que prefiera la pintura de su barrio esté errado de la misma manera que estaría errado si hubiera hecho una suma mal o deletreado mal una palabra” (2).
Teniendo en cuenta lo anterior, resulta claramente insostenible la idea de que el arte culto es superior al arte popular, y con menor razón en esta época en que ya no sólo Beuys sino, antes que él, Marcel Duchamp y contemporáneamente con él Andy Warhol, dieron pie a movimientos que surgieron como un rechazo al arte institucionalizado. Paradójicamente, estos movimientos acabaron por ser admitidos como arte culto, comercializados y aceptados en los ámbitos académico e institucional, pero esta estrategia de los brujos y el mercado no ha debilitado el sentido que tuvieron las apuestas de Beuys, Duchamp y Warhol en relación con la desmitificación del arte culto.
Si la superioridad en materia artística no puede determinarse, lo que diferencia al arte académico del arte popular es claramente cuestión de convenciones. Y para refrendar la no superioridad del arte culto sobre el popular, basta detenerse por unos instantes en algunos de los cuestionamientos que se le hacen cada vez con más asiduidad y con más fuerza a la academia artística. Que es un fraude, claman algunos de sus miembros más destacados, como Luis Camnitzer quien sostiene que las facultades de arte han colaborado en hacer que el arte haya pasado, de ser una actitud, a convertirse en una disciplina, en una actividad orientada a producir objetos sensibles para alimentar el mercado del arte.
“Si el arte fuera realmente una actitud y una manera de aproximarse al conocimiento, no importaría realmente en que medio ocurren las ideas y las revelaciones. Lo único que importa es que tienen lugar y que son comunicadas correctamente” -afirma Camnitzer, a lo que se podría añadir que tampoco importaría qué títulos ostenten quienes lo hagan. No sobra recordar que Beuys no sólo participó en una protesta con los estudiantes que no fueron admitidos en la institución donde se desempeñó como profesor exigiendo que nadie fuera rechazado en virtud de su carencia o tipo de estudios anteriores, sino que terminó declarando su abandono de la enseñanza poniendo en práctica el preciado sueño de que su vida se convirtiera en su arte.
Pero además hay buen número de artistas que, como el compositor Arnold Shoenberg, se han pronunciado en pro de una producción artística multidisciplinar y en contra de la especialización, en consideración a que recorta la creatividad en favor de la técnica. Y son también numerosas las voces que afirman que en la academia, cuando el estudiante no es sometido a aprendizajes poco creativos, imitativos, de todas maneras se terminaa doctrinándolo, coartando su expresión individual al favorecer la dependencia y el seguimiento de los valores, actitud y postulados de los docentes.
Finalmente, es conveniente revisar algunos de los prejuicios más expandidos con referencia al arte popular, para que se pueda al menos evaluar con alguna objetividad la situación. La idea, por ejemplo de que el arte popular no evoluciona no pasa de ser, como afirma Ticio Escobar, un mito puesto que “si se asume que la cultura constituye un proceso vivo de respuestas simbólicas a sus propias circunstancias, entonces cabe admitir que sus formas deben cambiar ante los requerimientos siempre diferentes de situaciones nuevas”. Esta adaptación del arte popular a su contexto temporal ha sido evidente en los salones BAt en los cuales se han presentado numerosas obras que involucran recientes adelantos tecnológicos.
Otro prejuicio bastante común deriva de la confusión del arte popular con la artesanía ya que es evidente que la artesanía es producida en serie en tanto que,en el arte popular, tal como se ha definido en este texto y en los salones BAT,se trata de obras no sólo únicas sino con frecuencia imbuidas con contenidos relativos a las tradiciones y la vida del pueblo. Otra prevención bastante común y que ha traído confusiones acerca del arte popular, es su supuesta dependencia tardía del arte culto, puesto que lo mismo podría decirse del arte culto con referencia al arte popular, ya que los muy numerosos artistas académicos que se han apoyado en el arte popular lo han hecho, por supuesto, mucho después de que los artistas populares habían hecho sus respectivas contribuciones. Así mismo resulta útil aclarar que el arte popular también es arte “culto” puesto que el término implica que deviene de una cultura, a menos que se niegue la existencia de una o varias culturas populares.
No sobra tampoco recordar, antes de finalizar este texto, algunos de los puntos fundamentales en la argumentación artística contemporánea de América Latina en los cuales el arte popular representa aportes importantes a la discusión. Por ejemplo, en lo relativo al tema de la identidad, puesto que en el arte popular no hay que buscarla por medio de teorías, sino que es evidente en sus referentes, en gran parte autóctonos y fuertemente imbricados en las tradiciones y condiciones de la vida del país. A este respecto también es ilustrativo considerar que, por ejemplo, una obra realizada con técnicas y concepciones indígenas cabría sin sobresaltos en un salón de arte popular, mientras que en un salón de arte culto no sólo desentonaría sino que sería rechazada sin miramientos por no coincidir con sus definiciones.
También debe tenerse en cuenta en la evaluación del arte popular el terreno fértil que constituye para la resistencia contra de la homogenización que ha traído consigo la globalización en su progresivo curso hacia un solo sistema de producción, circulación y consumo artísticos. Su sola existencia es una barrera contra lo que Walter Mignolo llama “el colonialismo del conocimiento”, diseminado sin miramientos por los profesores universitarios. El arte popular es un bastión para la noción de decolonialidad impulsada por Mignolo, al igual que para su llamado a la desobediencia de los cánones heredados de la historia del arte establecida, los cuales, en el arte popular, se ignoran olímpicamente.
Por último, resulta también digno de consideración con relación al arte popular el hecho de que sus estructuras no se prestan como los del arte culto para la manipulación por parte de sus productores, de las instituciones que tienen a su cargo su difusión y consumo. Son manifiestos, especialmente en el país, los ejemplos de artistas académicos interviniendo y manoseando las instituciones para su propio beneficio. Y más grave todavía, esta manipulación se ha extendido, elocuentemente, hacia las instituciones que detentan el poder económico,como los bancos, algunos de los cuales, los más poderosos, han sido vergonzosamente infiltrados en sus programas artísticos por aquellos maestros que, para sobresalir, se han visto en la necesidad de involucrarse e influenciar decisiones relacionadas con la adquisición y promoción de los trabajos artísticos, y también, de demeritar todo aquello que no coincida con las premisas sobre las que descansan sus propias obras.
Pero no se trata tampoco en este texto de declarar la superioridad del arte popular sobre el arte culto, sino simplemente de dejar claro que en arte, por su naturaleza, no pueden existir superioridades de ninguna índole. Aunque también es cierto que, ya que el arte popular no está pendiente del acatamiento a dictámenes artísticos, que es independiente de las posiciones estéticas de la clase dominante, que no se presta para la manipulación de las instituciones, y que sus practicantes están preocupados primordialmente por hacerse entender, por expresar y hacer comprensibles las ideas y sentimientos de los miembros de la sociedad a la que pertenecen, no sólo el arte popular debería empezar a mirarse desde unas categorías que superen la condición peyorativa desde la cual es visto por parte de las elites ideológicas entronizadas en la academia, sino que todo el arte debería ser popular.
Disponible en Internet: www.lanacion.com.ar › (Citado el 15-06-2013)
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