Por: Comité Invisible Jaltenco
Fecha: agosto 30, 2015
Criticalidad y ninguneo: la crítica de arte en la era de las industrias creativas – Comité Invisible Jaltenco*
En semanas recientes, en un clima intensificado de violencia de estado y corporativa contra periodistas, jóvenes, activistas, estudiantes e indígenas y los comunes (el maíz, la soberanía alimentaria y financiera), ha tenido lugar en varios medios de comunicación un debate acerca de la crítica de arte en México. Aunque “debate”, es mucho decir; más bien, un coro de voces han ya sea alabado la efervescencia de la crítica o condenado su inefectividad y banalidad, su desaparición y complicidad con las instituciones, su sujeción a las industrias creativas. El coro declarativo de voces sin un debate real sobre la cuestión de la crítica de arte en México, es sintomático y una de las razones por las cuales pareciera que la crítica de arte o no existe, sea nula o esté en crisis. Es decir: si bien hay una miríada de publicaciones en las que se escriben crónicas o reseñas de exposiciones o eventos del mundo del arte, y haya alguna que otra con un objetivo claro de escribir crítica, por ejemplo:
(…) la Escuela de Crítica de Arte del Proyecto Siqueiros en La Tallera de Cuernavaca, el Coloquio Iberoamericano de Crítica de Arte del INBA, la publicación de libros como El Cubo de Rubik de Daniel Montero o Contra el Arte Contemporáneo de Javier Toscano, el surgimiento de la revista Caín; además del Blog de Crítica impulsado por SOMA y Alumnos 47, el Blog en Excélsior de Édgar Alejandro Hernández, la columna de Patricia Martín en El Financiero, los conversatorios de GasTv[1].
predomina la percepción general de que hay un vacío de crítica. Los críticos se descartan entre ellos por considerarse ser meros “opinólogos”; también se dice que la curaduría o los textos de muro en los museos le han robado inspiración y/o espacio a la crítica, cuya función ha sido precisamente la de servir de mediador entre el público y la obra de arte. Se habla de la distinción entre crítica académica o periodística; que si la crítica es periodística, entonces es banal, tendenciosa y predecible; que si es académica, entonces es sólo para un grupo selecto de lectores. Hay que tomar en cuenta asimismo, que la entrada del arte en las industrias culturales ha implicado que la crítica de arte aparezca en revistas de diseño o de estilo de vida en forma de reseñas o crónicas en las que se describen experiencias subjetivas a través de los ojos de un press release o catálogos de exposición. Entonces, aunque sí se escriba crítica (en muchas variantes, tonos, sensibilidades, niveles de complejidad, motivaciones, compromiso y objetivos), podríamos atribuir su percibida “crisis” a tres razones principales: primero, a las condiciones de producción, circulación, venta y por lo tanto de legitimación del arte bajo las industrias creativas; segundo, al dar por hecho la inmanencia de la crítica en el arte derivada del modernismo, transformada en la “criticalidad”, que es consecuencia de la falta de un proyecto político claro; y tercero, a la tradición mexicana del ninguneo, es decir, la forma de ocupar una posición de autoridad imponiendo una visión basada en la nulificación de debates u opiniones previos ignorando a los autores y obliterando toda posibilidad de diálogo con otros actores del mundo de la cultura.
La primera causa de la “crisis” de la crítica se debe a que el arte contemporáneo se produce bajo una condición que calificaré de post-crítica. Esto implica que la producción de arte está deslindada de referentes históricos anclados en la estética, teoría o política. El lazo de transmisión de una serie de cuestiones pertenecientes a estos ámbitos de una generación a otra a través de la educación de arte – y la rebelión, interrogación, sustitución, incluso ruptura con estas cuestiones – han sido sustituidos por formas alternativas de lidiar con la historia y la tradición: ignorándola, reciclándola, apropiándosela, usándola como objeto de estudio, poniéndola en escena (a través de remakes o reenactments), etc. A la continuidad (aunque sea a través de la ruptura) con los proyectos estéticos precedentes, le sustituye una búsqueda individual por la producción de arte como una forma de self-branding (a lo que Javier Toscano se aproxima cuando describe el aspecto narcisista de la génesis del arte contemporáneo)[2]. Por eso, podría decirse que la mayoría del arte que se produce hoy en día está vaciado de referentes y es por lo tanto relativo. Además, la mayoría de lo que llamamos arte no es simplemente un artefacto material, sino un dispositivo que funciona como una mercancía creando e inscribiendo valores. Esto es consecuencia de que la condición y horizonte del arte contemporáneo sea la experiencia subjetiva que transforma tanto al espectador como a la obra. Es decir, la experiencia estética trasciende al sujeto para referirse al proceso de transformación que se da entre sujeto y objeto por medio de los aspectos sensoriales, espacio-temporales y relacionales de la obra. Desde el punto de vista político, el arte contemporáneo trascendió la lógica de la vanguardia de causar escándalo o shock para transformar los valores hegemónicos y anunciar y producir cambios políticos, para adquirir un papel populista de revelación o participación. En cuanto a la postura crítica, en vez de la contestación directa, predominan la ambivalencia o el microutopismo, derivados de haber trascendido la temporalidad modernista que prometía progreso en el futuro, para manifestarse en medidas de mejora inmediata y formas de desarrollo a corto plazo, o gestos simbólicos y poéticos ambivalentes.
Para hablar del arte producido bajo estas condiciones, se hace explícito que la artista manifiesta un interés por esto o aquello, que la obra de arte o la exposición explora, juega, interroga, muestra sensibilidad hacia tal o cual tema, y que la experiencia derivada de la obra de arte tiene tales o cuales cualidades. Desde el punto de vista de la (post) crítica, se pueden enumerar las estructuras de poder reveladas por la obra, o bien decir que hace visible tal o cual cosa anteriormente excluida, que apunta con el dedo a ciertas narrativas o figuraciones oficiales para deconstruirlas por medio de experimentos formales, que pone en evidencia la hegemonía de las narrativas occidentales, el fracaso de las promesas de la modernidad, que escenifica la libertad de expresión y la democracia, que hace gestos simbólicos para incluir a los espectadores o participantes para romper con la tiranía de la enajenación del espectáculo, que evidencia paradojas en la manera en la que el tejido socio-político está estructurado, o que hace agenciamientos heterogéneos para conectar diversos actores y hacer experimentos que se puedan extender hacia el ámbito político (movimientos sociales, asociaciones políticas, centros sociales, proyectos de educación autónomos). En este contexto, el aparato crítico para trazar los efectos críticos o politizantes de la obra se ha construido, por ejemplo, a partir de la espacialización en Lefebvre, el espectáculo de Debord, el discurso en Foucault, la performatividad de Butler, la deconstrucción derrideana, la desterritorialización deleuzeana, la comunidad en Agamben/Nancy, e inclusive, la imagen dialéctica de Walter Benjamin en lo que respecta a las prácticas de archivo y de montaje, etc. A esta forma de hacer crítica (por parte de la obra y por quien escribe sobre la obra) la podríamos llamar “criticalidad”. La “criticalidad” se caracteriza por operar desde una base incierta para cuestionar la autoridad y los dados epistemológicos, lo cual implica que un juicio es inherente a la obra como una verdad transitoria. Con la “criticalidad”, la obra de arte se hace operativa, un objeto de conocimiento y se juzga a partir de su efectividad en un campo político, estético, epistemológico o semiótico. Cuauhtémoc Medina define su postura sobre las líneas de la “criticalidad”, como “una opinión basada en un proceso contradictorio, lleno de vacíos y de conflictos”. Medina considera que la práctica artística es una forma de investigación que se tiene que reinventar en cada momento, y que por lo tanto las opiniones sobre ella necesitan ser movibles y disociadas de una posición política ante el estado de las cosas[3].
La “criticalidad” del arte deriva de la experiencia fundadora de la modernidad, que es rechazar lo “dado” como base del pensamiento, en un movimiento en el que el sujeto puede verse a sí mismo mirando para ejercer (auto) crítica. Es decir, la premisa de la modernidad es que el sujeto pueda tomar una postura exterior al estado de las cosas y esa postura es la base de la crítica la cual permite a las sociedades avanzar y progresar. Por eso, la crítica está al centro del proyecto de emancipación modernista (dentro de este marco, es la Revolución y el acto de la crítica es la acción política). A diferencia de la “criticalidad”, la crítica de arte modernista tuvo un papel crucial en posicionar tanto a críticos como artistas, y podría describirse como la articulación de una serie de parámetros en relación a los principios de la historia del arte y de la estética (en el sentido de filosofía de la belleza), y a un proyecto político para legitimar o justificar ciertas prácticas, procesos o experimentaciones. Es decir, la crítica de arte modernista se caracterizó por establecer un conjunto de parámetros o referentes de base a partir de los cuales se juzga la obra de arte. Esta forma de hacer crítica caracteriza la pluma de Avelina Lésper, la villana favorita del mundo del arte mexicano, ya que sus juicios se basan en parámetros pre-duchampianos decimonónicos, los cuales al ser inamovibles como criterios, son dogmáticos, anacrónicos y reaccionarios. En cierto sentido, la crítica modernista se transformó en la base de la curaduría, cuya lógica es agrupar un conjunto de obras de arte a partir de un referente – o de un juego de referentes – que las determina discursivamente como conjunto.
En cambio, la “criticalidad” inherente al arte contemporáneo implica el rechazo a la evaluación del crítico de arte para decidir si una obra es buena o mala, o si cumple con los requisitos de arte avanzado o no, para ser sustituido por una reflexión sobre su efectividad crítica. Este rechazo tiene que ver, por un lado, con el desplazamiento del privilegio que tenían críticos y artistas para hablar en nombre de otros que vino con la crisis de la representatividad teorizada por el post-estructuralismo, afincado en el escepticismo sobre la condición de posibilidad de la crítica. En este sentido, la “criticalidad” del arte contemporáneo deriva del pensamiento de la posguerra el cual externalizó la teoría de Kant de las estructuras del pensamiento planteándolas en términos de regímenes de discurso e ideología, y a las estructuras y prácticas lingüísticas como determinantes de los límites del entendimiento. En otras palabras, que lo real es sólo accesible o mediado por el discurso, o hasta constituido por él. En ese sentido, el aparato intelectual moderno es solipsista porque introduce distancia en donde en realidad no la hay. Se han dedicado muchas páginas a describir la manera en la que el contra-discurso entra en juego para legitimar la institución o los procesos hegemónicos que se supone debe criticar, y José Luis Brea apunta cómo nuestra idea de crítica alimenta el principio constituyente del arte que es precisamente la “autocrítica inmanente”[4].
Actualmente, México está consolidado como un campo crucial para la producción y circulación de arte contemporáneo global, con una mezcla de subsidio de estado y corporativo, que le apuestan a las prácticas culturales “autosustentables”, las cuales se han ido poco a poco privatizando. Aunque florecen el mercado, las exposiciones y los ámbitos de educación y de producción de arte, existe una paradoja planteada por la crítica Aline Hernández: ante un fuerte mercado (de producción, exposición y venta), hay nula teoría o labor crítica[5]. Y aunque como vimos, sí se escribe crítica de distintos tonos, calidades, acercamientos, posiciones, intereses y criterios, otra de las razones por las que la crítica no solo se percibe como nula, sino que de hecho es nula, es porque no juega ningún papel en la legitimización del arte en cuanto a la creación del valor económico del arte. Es decir, una vez que se dio por sentada la autocrítica inmanente del arte, la lógica de las industrias creativas transfirió los procesos de valoración de arte a manos de galeristas, museos y coleccionistas y otras instituciones de arte que brindan distintas formas de visibilidad; y aunque éstos recurran a veces a la academia para obtener legitimidad teórica e histórica, el papel que ésta juega es meramente secundario ante los opacos (y corruptos) procesos a través de los cuales el arte contemporáneo se legitima para adquirir plusvalía, haciendo que la crítica como filtro de calidad o legitimación sea redundante.
Otra de las razones de la nulidad o fantasmagoría de la crítica, es la predominancia de la autocensura y las críticas al cien por ciento favorables. Como lo plantea también Aline Hernández, esto se debe a que “pocos están dispuestos hoy a posicionarse críticamente frente a los mecanismos de control y legitimación que operan en el campo del arte”, y porque “los textos críticos son considerados como ataques direccionados… meras cuestiones personales”. Es decir, invariablemente, lo que se cuestiona se convierte en una afrenta con nombre propio[6]. En cierto modo, la nulidad o fantasmagoría de la crítica convienen: que la crítica sea una aparición etérea y efímera que inflama las redes sociales por unos días, o al público durante un conversatorio para ser rápidamente olvidada, hacen que cualquier reflexión seria y rigurosa sea irrelevante. Sobre todo, por la reticencia de muchos críticos a tomar una postura (lo cual implica siempre tomar un riesgo) y a entrar en diálogo. Y esa reticencia a entrar en diálogo es otra de las razones de la nulidad de la crítica. Refleja la manera de operar del campo de la cultura en México, a través de la exclusión o la anulación de una voz a partir de otra, lo que definí arriba como ninguneo, descrito por Gastón García Cantú como la siguiente actitud:
No existes, no eres, no sirve lo que haces. Eres ninguno… Tu existencia está lanzada al vacío urbano de los lectores que nada dicen, y que reservan su lectura en soledad, paralelo a la del autor que leen.[7]
Ejemplos recientes son la respuesta de Javier Toscano a Edgar Hernández y Cuauhtémoc Medina quienes ningunearon su libro Contra el arte contemporáneo[8], o la entrevista a varios actores del mundo del arte de Óscar Benassini acerca de la situación de la crítica de arte en México. El texto empieza con la siguiente línea: “En México no existe un solo crítico de arte”. Paradójicamente, Benassini es el editor de Caín, una revista bimensual que pretende publicar no solo reseñas de exposiciones, sino crítica de arte seria[9]. ¿Acaso Benassini aplicó el auto-ninguneo para ganar credibilidad? Está también la condena de María Virginia Jaua a Enrique G de la G en una confrontación de miradas críticas hacia el escándalo de censura de la exposición de Hermann Nitsch, las ambiciones poco justificadas del Museo Jumex y la crisis de credibilidad como institución[10]. En un país en el que el enemigo verdadero del poder (narcotráfico y Estado) son los periodistas porque se dedican a informar y a revelar los mecanismos que sustentan al poder, y en el que el arte es la sensibilidad que encubre los intereses en la clase del poder, los críticos, curadores, artistas, etc. se la pasan ninguneando unos a los otros (@Eduardo Abaroa). Sin embargo, a pesar de la predominancia de la “criticalidad”, yo creo que la crítica sí es posible, aunque innegablemente sea una de las facetas del agotamiento del modernismo manifestado en el arte contemporáneo y a pesar de la sujeción del arte a las industrias creativas. José Luis Brea plantea la tarea de la crítica de la siguiente manera:
Poner en evidencia las trampas sobre las que la fe en el arte se instituye. La crítica no ha de servir a aumentar la – infundada y tramposa hasta los tuétanos – fe contemporánea en el arte (la religión de nuestro tiempo, decía ya Nietzsche); sino, al contrario, contribuir a desestabilizar esa fe – secularizando críticamente su análisis en los términos del de los imaginarios dominantes – tanto como esté en su mano[11].
Esta tarea es urgente, y para ello son necesarios interlocución, rigor, investigación, firmeza de opiniones y nada de ambigüedad, absoluta lucidez y una postura moral implacable, sin miedo al riesgo, al ninguneo o a la marginación por la percibida personalización. Como lo han hecho Walter Benjamin, Hannah Arendt, Susan Sontag, John Berger, Edward Said, Gastón García Cantú, WTJ Mitchell, Jorge Aguilar Mora, Franco Berardi…
* Visto Originalmente en Comité Invisible Jaltenco
* Visto en Salón Kritik
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Notas
[1] Eduardo Egea, “Resuscita la crítica de arte”, Crónica, 8 de agosto de 2015.
[2] Ver: Javier Toscano, Contra el arte contemporáneo, (México D.F.: Tumbona, 2014).
[3] Cuauhtémoc Medina, en una entrevista para el Coloquio de Izquierda Mexicana del Siglo XX.
[4] José Luis Brea, El cristal se venga, ed. María Virginia Jaua, (México D.F.: Fundación Jumex Arte Contemporáneo, 2015), p. 110.
[5] Aline Hernández, “Vivir otro proyecto de crítica” gastv.com, agosto de 2015.
[6] Ibid.
[7] Gastón García Cantú en conversación con Gabriel Careaga, Los intelectuales y el poder (México: Mortíz, 1993), p. 88.
[8] Javier Toscano, “Los comunes profundos; emerger, reincidir, resistir” gastv, agosto de 2015.
[9] Óscar Benassini, “El fantasma de la crítica de arte”, Blog de crítica, agosto de 2015.
[10] María Virginia Jaua, “El falso silencio vs. el ‘activismo mal entendido’”, Salonkritik, 21 de febrero de 2015 y Enrique G de la G, “La grave crisis de la Fundación Jumex Arte Contemporáneo”, Nexos, 31 de enero de 2015.
[11] José Luis Brea, El cristal se venga, p. 35.
[12] José Luis Brea, El cristal se venga, ed. María Virginia Jaua, (México D.F.: Fundación Jumex Arte Contemporáneo, 2015), p. 35.