Por: Guillermo Villamizar
Fecha: mayo 27, 2017
Un cuento de dos ciudades
Thomas B. Hess, “Un cuento de dos ciudades”, publicado por primera vez en Location, tomo I, No. 2, verano de 1964. Apartes de la fascinante historia que cuenta B. Hess como explicación a la caída de la escuela de París y el ascenso de la escuela de NYC. (1)
… Los negociantes, con sus críticos pagados, lo gobernaban todo. Los artistas caen complacientemente de rodillas ante las manipulaciones del mercado. Todo el mundo está tan a gusto —se quejó —. “Ellos” se sienten superiores en una forma idiota, y se sienten felices si se pasan la vida embadurnándose mutuamente las espaldas. La estructura artística de París —concluyó— es un racket muy confortable; a él y sus amigos les repugna…
… Lo que esto indica, creo yo, es que, después de un siglo de actividades revolucionarias, la gran mayoría de los pintores parisienses, en algún momento entre 1935 y 1944, comenzaron a desaparecer en el medio ambiente. Trabajando para y no contra el establecimiento, se volvieron indiferenciables de él; y sus sacrificios de algo de individualidad aguda implicaron la pérdida del arte.
En su relación con el público, existe un fuerte contraste entre la pintura actual parisiense y la pintura de París desde Courbet pasando por Picasso. El arte de vanguardia de París tuvo en el pasado una actitud ruda, intransigente, con frecuencia revolucionaria. El artista era enemigo declarado de la gente de bien, no se proponía épater al burgués; estaba separado de él y en su contra. Estaba en contra del gobierno, de sus tribunales, su economía, su industrialización, su capitalismo. Por lo general, los artistas estaban del lado de la izquierda política (se ha observado que los movimientos de manifiestos de vanguardia en la pintura del siglo XX solían moldearse siguiendo las líneas de la célula política; como Van Doesburg, agitador en favor de Stijl o los dadaístas alemanes). A veces los artistas se ponían de lado de la extrema derecha aristocrática (por ejemplo, la pasión antidreyfusista de Degas, o el “anarquismo monárquico católico” de Dalí). Manet, viejo y famoso, rechazó la Legión de Honor. Picasso se unió al partido comunista, Van Gogh soñaba con una república de artistas gobernada de acuerdo con las reglas del comunismo apostólico. A mediados de los años veinte, toda la pandilla surrealista se dedicó al “Servicio de la Revolución”. Un buen símbolo del pintor francés moderno podría ser Courbet ayudando a los trabajadores de la Comuna que derribaran la columna napoleónica de la plaza Vendôme…
… Casi como una reacción contra este ataque por parte de los artistas, el capitalismo desarrolló, primero en Francia y después internacionalmente, lo que ha sido llamado el público de vanguardia.
A diferencia de la masa heterogénea del público y de la clase media alta, que gobernaba y que nunca se había interesado por el arte moderno, el público de vanguardia está estrechamente compenetrado con los artistas, pero para sus propios fines. Sigue apegado y arraigado en el statu quo político y económico. Se aproxima al mundo del arte para divertirse, descansar, distraerse y ante todo para encontrar un ambiente social confortable y pintoresco. Los bailes de disfraces y las recepciones son objetivos del público de vanguardia que busca al artista como relación social y no a su obra. Los chismes acerca de las debilidades de los pintores y las anécdotas, así como las ojeadas a los primeros ensayos, proporcionan la imagen de sustitución del contenido subversivo de la pintura moderna.
Fascinado por la bohemia, el público de vanguardia sigue la trayectoria establecida por sus poderosos apetitos adquisitivos y de elevación social. Subvenciona galerías de arte, compra pinturas y aun cuando al principio los trofeos del nuevo coleccionista sean símbolos de una situación altruista, el motivo lucrativo nunca está enterrado muy profundamente en la transacción. El dinero fácil es tan atractivo como los amigos deslumbrados y el privilegio de entrada. El único problema que tiene el miembro del público de vanguardia es cómo entrar, y una vez dentro, cómo seguir en movimiento.
Como el público de vanguardia es fundamentalmente antagónico al contenido de la pintura moderna, su única posibilidad de mantenerse dentro del mundo artístico es causar agitación en favor del cambio. Puede seguir siendo moderno y superficial sólo mientras el aspecto de lo moderno siga siendo extraño.
Vaciada de su contenido, la pintura moderna sólo tiene una significación: su novedad. Por lo tanto, el público de vanguardia mantiene a los artistas bajo presión para que cambien de estilos y maneras, produzcan modas nuevas, sacudidas nuevas y nuevas carcajadas. El pasaporte para el futuro necesita ser renovado casi diariamente.
Cuanto más rápidamente remplace un ismo a otro, tanto mejor. Y lo nuevo siempre resulta un poco más barato; los motivos de lucro siempre fortalecen un histerismo interior. El rentier, el comerciante en detalle o el especulador de bolsa ajenos buscan una cultura que responda a los ritmos de su propio modo de vida deprimido y maniático.
Además, la buena acogida a lo nuevo brinda un disfraz atractivo de cultura. El explorador de los barrios bajos puede decorar sus salones con el moblaje del liberalismo, sin pestañear.
En su papel pasivo, el público de vanguardia está en campaña en busca de dinero, prestigio y emoción más o menos en ese orden de importancia. Pero tiene su lado activo. La sociedad en conjunto encomienda al público de vanguardia el deber de contener y, siempre que se pueda, emascular al arte moderno. Puede tomarse un ejemplo de los anticuados diagramas de anatomía del Child’s Book of Knowledge (el Libro de saber para los niños). El público de vanguardia es un ejército de fagocitos blancos, movilizados por el cuerpo político para detener la infección del arte. Al igual que las células blancas de la sangre, rodean a los elementos ajenos, los sumergen y los disuelven. El auditorio de vanguardia comprará a un artista hasta matarlo. Eso podría parecer una comparación forzada si no fuera porque se recuerda el suicidio de Nicolás de Staël. Por supuesto, no existe una razón única para la autodestrucción, especialmente cuando se trata de un hombre tan complicado, sensible e inteligente como De Staël; hubo muchos factores. Pero una de las causas de su angustia —como contó a sus amigos— fue que sus cuadros se seguían vendiendo más rápidamente y a precios más elevados, a medida que él se sentía más dudoso acerca del camino que seguía y de lo que producía.
La mayoría de los pintores de París aceptaron la comodidad del público de vanguardia sin sacrificar nada más importante que esas insignificancias que son las que distinguen una obra de arte de un pedazo de decoración de buen gusto.
A mediados de la década de 1930, por ejemplo, los pintores surrealistas mostraron una tendencia a mostrarse precisamente tan exagerados como exageradas eran las exigencias que les imponían la moda y los grandes tratantes. El público de vanguardia absorbió al movimiento volcando su aceptación de las agresiones de los artistas en un molde negativo. Finalmente, la aceptación y la agresión se combinaron formando un cojín único y confortable.
Si el caudillaje de Courbet en la Comuna es epítome de las actitudes de los artistas en la época de la hegemonía de París, una exposición reciente de Spoerri en la misma ciudad es ejemplo del enfoque de la pos-guerra. En esa manifestación, el artista envió por correo invitaciones elaboradas para la inauguración, en la que guisó una cena; sus amigos críticos de arte actuaron de camareros y los coleccionistas comieron y pagaron su comida. Después de lo cual Spoerri empastó los restos de la mesa y esos ensamblajes constituyeron su exposición. En esa parodia, el artista intuyó cierta verdad: se ha transformado en un sirviente complaciente, un buen cocinero.
No es asombroso que artistas como Balthus y Giacometti, que siguen creando una obra importante, hayan optado por salirse del escenario artístico parisino.
Dubuffet presenta un caso especialmente interesante en este contexto. Ha edificado para sí una barricada artificial dentro del propio establecimiento posando como antiarte, antiburgués, antiesteta, a la vez que manufactura pinturas estéticas y burguesas. Corre con la manada y al mismo tiempo aúlla como un lobo. Trabaja para y con el público de vanguardia, aun cuando lo está denunciando en manifiestos que se publican en ediciones de lujo, prólogos de catálogos complicados para exposiciones de gran venta, frases malhumoradas expresadas en privado que acaban en las columnas públicas de las revistas influyentes. Ha escogido astutamente el papel de saboteador consentido de la cultura de París. Su anfibología ha proporcionado a la obra de Dubuffet durante los diez últimos años una tensión vívida y no totalmente desacertada. Pero sus cuadros anteriores, que a los ojos de un extraño al mundillo artístico de París parecerían ataques, son mucho más conmovedores y profundos.
No basta una causa para provocar el derrumbamiento de una escuela tan amplia, heterogénea y profundamente arraigada en la tradición y el convencionalismo como la pintura internacional de París. El destructivo público de vanguardia no se la tragó cruda y enterita Hubo otro acontecimiento, coincidente, que en cierto sentido aflojó el anclaje de la pintura: París mismo cambió…
(1) El investigador y crítico de arte Guillermo Villamizar selecciona apartes del artículo de Thomas B. Hess, publicado en libro El nuevo arte, una antología crítica de Gregory Battcock, 1969, Madrid, Editorial Diana. La selección que hace Villamizar es oportuna, llega en muy buen momento, pues, en Colombia, al igual que en los años setenta del siglo XX, hoy se cuestiona el compromiso mercantil de algunos artistas y críticos de arte. Battcock señala la decadencia del arte por cuenta del mercado. La discusión acerca de la crítica y el mercado se adelanta actualmente en el blog de Facebook Critica Pública, espacio moderado por el filósofo y crítico Ricardo Arcos-Palma. Nota del editor.
Fotografía: Lucian Freud, Girl with a White Dog, 1950. Fuente. Tate Modern.