fbpx

Devastación emocional y espacio público: “Feroces” y “Duele” como síntomas

Al ver dos obras de teatro en cartelera a poco tiempo de diferencia (Feroces, de Chema Rodríguez Calderón y Duele, de Rajiv Joseph), noté que expresaban en común figuras ficticias a partir de una nueva forma de subjetividad que surge más o menos en los noventa a partir de la predominancia del trauma y del giro afectivo en la cultura. Esta forma de subjetividad, se hace presente no sólo en el teatro sino en reality shows, cine, arte contemporáneo y hasta en movimientos sociales. Y va más allá del sujeto objetivo que fue la figura protagónica en la producción modernista crítica, un sujeto que estaba alienado de sí mismo y de la sociedad por el consumo, la tecnología y la cultura de medios de comunicación. Este sujeto (desde el flanêur de Baudelaire, hasta los personajes de Bertolt Brecht, Samuel Beckett, Jacques Tati, Jean-Luc Godard, los Situacionistas, Peter Handke, Werner Herzog), trataba de volver a sí mismo al comprender y superar la alienación para liberarse de la uniformidad de criterios y el pensamiento único para reconectarse de manera significativa con el mundo.

En los albores del siglo XXI, la búsqueda de significado del sujeto alienado modernista es sustituida por un yo sufriente –también por la alienación- pero proyectando trauma, dolor y malestar emocional en el espacio público. Esta forma de subjetividad va de la mano con el incipiente devenir público de la intimidad: por medio de la confesión y la auto-exposición, el sujeto expresa vulnerabilidad y fragilidad emocional, y estas condiciones son discutiblemente análogas a la precariedad de las formas de vida y de trabajo traídas por la reconversión neoliberal. A la par que se privatiza el dolor –a partir de la individualización y alienación extremas del «ráscate con tus propias uñas»–, se colectiviza la memoria del sufrimiento individual, no a través de la identificación, sino a través del hacer pública la inestabilidad de situación de vida/laboral/emocional. Es decir, ya que la vida contemporánea se caracteriza por no tener garantías ni predecibles, el sujeto se encuentra en dislocación, crisis y transición permanentes, viviendo al borde de despido, abandono, crímenes, traumas, promesas rotas y bagaje emocional sin procesar. Y justamente el gesto de hacer pública esta condición, es un intento (fútil) de procesarla.

En Feroces del autor, actor y director de teatro Chema Rodríguez Calderón, cuatro hermanas que están a punto de enterrar a su madre, se quedan encerradas en el ático de su casa buscando el testamento. Esta situación crea las condiciones para que compartan las secuelas de su relación con ella en la adultez. Lejos de pesarles su muerte, la culpan de ser calculadora, violenta, fría y controladora y describen episodios de su infancia en las que actuaba de maneras perversas para hacerlas duras y frívolas como ella. Exponiendo las heridas que las marcaron de por vida, de acuerdo con el apotegma psicoanalítico de Freud: «infancia es destino», cada personaje revela sus flaquezas y exhibe su vulnerabilidad derivados de los traumas que les causó su madre. Encarnando arquetipos algo burdos, están la «tímida invisible pero cabrona» hermana pequeña, la «actriz vedette cocainómana en necesidad permanente de ser el centro de atención», la hermana mayor «rígida y monjil» y la «burócrata-perfeccionista-infeliz». El encierro propicia un juego perverso en el que se confrontan con violencia y humillaciones para hacerse sufrir juzgándose y culpándose unas a las otras para probarse. Acordando una forma extraña de vengarse de su madre, las hermanas deciden que quien más haya sufrido en vida será digna de la herencia completa. Las afectadas al final serán las que no hayan sufrido ‘tanto’, haciendo una ecuación con la victimización y el éxito absolutos. En los diálogos cargados de violencia, odio y auto-revelación, el Jerry Springer Show meets Casa de muñecas de Henry Ibsen: no es azaroso que en parte, la puesta en escena mexicana transpire apretadez y afectación victorianas, lo que nos hace más lejanas a las hermanas, menos empático al público con sus ordalías. Tal pareciera que el Bildung de la madre fuera un intento fallido de formar a sus hijas para sobrevivir las condiciones de darwinismo social preponderante, ya que la humillación y culpa de las hermanas reside en no haber logrado ser ‘exitosas’ en la vida y profesionalmente bajo los términos dictados por el capitalismo neoliberal (su madre).

En la superficie una historia de amor extremadamente disfuncional y destinada al fracaso, Duele (Gruesome Play Injuries deRajiv Joseph, 2011) trata de los encuentros de dos amigos, Karina y Diego,  en clínicas, una funeraria y hospitales entre los 3 y los 38 años. Inclinados hacia la auto-destrucción, sus patologías se distinguen por la diferencia de género: Karina padece de vómito, adicción a pastillas y alcohol, es víctima de violencia sexual y padece tendencias suicidas. A su vez, Diego externaliza el trauma psíquico en actos kamikazes de los que inevitablemente sale mal librado: se lanza del techo en bici, explotando cohetes se vuela un ojo, en otra caída cae en coma, etc. La estereotipización del dolor por género, se traduce en que en ella, el sufrimiento psíquico se somatiza en padecimientos físicos; en él, el malestar emocional se convierte en dolor físico auto-infligido, forjando una masculinidad a partir de “probarse” tipo Jackass. En cada encuentro –que perfectamente se puede visualizar en algún lugar de Bushwick, ya que los personajes aún traducidos a la sensibilidad mexicana no esconden su origen en Brooklyn– recuentan sus heridas entre la tensión amorosa que abre y cierra una puerta –parece que las heridas impiden que florezca el amor– poniéndose al día de sus respectivas vidas y reiterando la imposibilidad de estar juntos. Poco a poco, se revela que cuando Diego se explota el ojo, es porque Karina lo rechazó, y que ella enloquece cuando él no despierta del coma (él cree que Karina es curandera y falla al intentar despertarlo). Como si sus historias médicas revelaran la imposibilidad amarse, en realidad Duele aborda la versión hípster de la alienación extrema que lleva a la desesperación mental y la imposibilidad de conectarse con el otro. Es por eso que la agonía física es lo que une a Karina y Diego al tiempo que los separa. La disfuncionalidad de los personajes recuerda a Hamm y Clov, los protagonistas de Fin de partida de Samuel Beckett (1959). En el culmen del existencialismo en Europa, los personajes se encuentran atascados en un bucle interminable de repetición y estasis; anclados en un basurero rodeados de ruinas, viven y respiran máxima alienación y vacuidad. Pero al contrario que Karina y Diego, Hamm y Clov sufren otro tipo de codependencia: a pesar de que sus vidas están llenas de dolor, su mutua compañía ayuda a paliar los estragos causados por el sinsentido de la vida moderna.

De este modo, Karina y Diego y las hermanas en Feroces, son síntomas de la falta de sentido convertida en trauma subjetivo paliado por la externalización, confesión y auto-exposición, que no son liberación real, sino los barrotes de la cárcel. De este modo, sus discursos-confesiones se hacen parte de las plataformas que existen para exponer la intimidad en el espacio público, en un esfuerzo por no sentirse solos en el sufrimiento propio.

Estos síntomas reflejan el hecho de que vivimos en una cultura de victimización y ambas obras toman prestados los géneros del trauma para expresar lo que no es excepcional, la nueva normalidad: el sufrimiento individual y auto-desgarramiento. Se hace evidente que hoy en día, el afecto se encuentra al centro de la esfera pública, creando falsas relaciones de reciprocidad o identificación con los sujetos sufrientes. Al confesar, las víctimas producen verdades absolutas evacuando al sujeto al mismo tiempo que se le asegura un sitio discursivo: la enunciación del dolor garantiza que el sujeto regresará como sobreviviente. De esta manera, la catarsis teatral es sustituida por un espejo falso del yo neoliberal traumatizado y precarizado, trayendo un nuevo ‘sentimentalismo’ basado en la obligación de confesar para sobrevivir y momentáneamente liberarse. Al mismo tiempo, este hacer público del sufrimiento y el trauma hace que el campo político de la libertad de expresión paulatinamente se convierta en uno de sanación y seguridad emocional. Sin embargo, este deseo colectivo de espacios ‘seguros’ de expresión y sanación emocional individuales, sirve para revocar las subjetividades privilegiadas. En el discurso de la auto-ayuda, se pierden los temas de poder, clase y racismo. Esta nueva forma de espacio público afectivo hace que identidades, deseos y valores no estén encauzados hacia la formación de ciudadanos dispuestos a luchar por derechos colectivos –que son los ideales que le dan significado real a la democracia representativa. Al contrario, en estos espacios públicos de compartición de trauma florece la subjetividad de víctimas, actualmente la principal forma de identificación bajo el capitalismo neoliberal.

Fotografía: Ibero 90.9

 

Irmgard Emmelhainz es Doctora en Historia del Arte, investigadora, docente  y ensayista especializada en estudios de la cinematografía. Ganadora de varios reconocimientos y becas tales como la Beca Connaught, Universidad de Toronto, para realizar el doctorado en historia del arte. Ha dictado varias conferencias en distintos países y en diferentes idiomas. Ha publicado su trabajo en revista de estudios latinoamericanos, Universidad de Arizona; en la revista electrónica AMCA (Asociación para el arte moderno y contemporáneo del mundo árabe, Irán y Turquía), entre muchas otras.

Artículo publicado originariamente en Campo de Relámpagos

Deja un comentario

Ingresar con: