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Clemencia Echeverry en la Galería Alonso Garcés: Fotográfica Bogotá ad portas

Clemencia Echeverry  muestra en la Galería Alonso Garcés el video Juegos de Herencia. La iniciativa de creación fue  dispuesta en ocho pantallas de gran formato instaladas simétricamente, cuatro en el muro norte y cuatro en el sur de la sala principal.
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Cada una de las pantallas proyecta un encuadre diferente de  una historia escenificada aparentemente por actores naturales. El relato transcurre en  uno de los tantos pueblos colombianos que sobreviven la violencia, el olvido y el abandono por parte del resto de sus compatriotas, inclusive por parte de los/las artistas. Las imágenes llaman la atención inmediata del espectador porque han sido concebidas fotográficamente; los logros estéticos son excelentes y pueden ser apreciados fácilmente por una mirada sin formación plástica. Debido quizá a estos resultados, un grupo selecto de imágenes fue sustraído  e impreso impecablemente en formato fotográfico, y exiliado en la Sala Alterna de la Galería. Las imágenes del video son acompañadas por un sonido dramático que acentúa algunos gestos de los protagonistas que a la artista le interesa resaltar,  pero que a la vez tiene el propósito de manipular la sensibilidad del espectador; éste es  confundido deliberadamente, pues, fácilmente puede imaginar que los actos de violencia que se presentan estetizados por la mirada del fotógrafo, tienen relación con o relatan alguna de las tantas agresiones que padecemos los colombianos y las colombianas. El sofisma visual tiene un propósito moralizante sin más.
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La historia de Echeverry  no relata agresiones con motivación política, pero induce arbitrariamente esta connotación. Después de una corta estadía en el El Valle, Chocó, cuenta cómo sus habitantes realizan un ritual mediante el cual degüellan un gallo de manera violenta. La artista llama a estos rituales culturales Juegos de Herencia con la pretensión de aportar elementos de juicio para explicar la violencia política de Colombia.  Juzga estas prácticas sin comprender que no hay nada más serio que un juego dentro de una tradición cultural. Sin estos juegos serios los hombres y las mujeres  seríamos nada, así muchos de estos rituales sean tan crueles como los que aterraron a Echeverry en Bogotá. Los juegos son un grito y Echeverry los confunde con el horror. Confunde vitalidad con moralina. El horror de Echeverry oculta el grito en el ritual que censura para sacar rendimientos morales gratuitos. Echeverry se refugia en su horror y se inhibe de comprender las verdades que develan los rituales de unas comunidades que han padecido todo tipo de violencias, inclusive estéticas. Juzga a una comunidad que no conoce; pasó una semana con ella y regresó a Bogotá a emitir juicios moralizantes. Echeverry olvida que el artista contemporáneo no juzga: el artista comprende y para hacerlo requiere más de ocho días de asueto. Ojalá me equivoque, pero Echeverry extrajo sus bellas fotografías con propósito sensacionalista.
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Echeverry se interesó en Bogotá por los rituales de El Valle, juego no exclusivo de esta comunidad, pues, lo juegan en otras regiones de nuestro país, quizá menos exóticas para la mirada bogotana. Cuenta que  encontró la historia en un libro acerca de fiestas en Colombia y que esta lectura  la dejó horrorizada de tal manera que decidió irse a este pueblo a constatar personalmente los detalles del ritual y a estudiar los comportamientos de los protagonistas en torno a, aparentemente, esta acción vital estetizada. Ha manifestado a los medios de comunicación que esta historia la confrontó de tal manera que la llevó a concluir que en estos rituales enraizaba la violencia política que ha azotado a nuestro país. Conclusión apresurada que no ameritaba un viaje con un costoso equipo de producción a este pueblo, pues, ejemplos de violencia en contra de los animales los vemos a diario y peores. Sólo bastaría mencionar el ritual de los bogotanos en la Plaza de Toros de La Santamaría. Pero abordar todas las formas de bestialismo que se conjugan en Bogotá no hubiera sido atractivo para un determinado tipo de coleccionistas que esperan sofismas visuales exóticos, como los que horrorizaron a Echeverry, para evitar confrontarse con las causas reales de la violencia en Colombia. Además, Bogotá no cuenta con marinas de tarjeta postal. La fantasía primitivista de los artistas europeos de comienzos del siglo XX ronda aún a muchos artistas internacionales y ha hecho de las suyas con el pensamiento de la artista colombiana. Echeverry se equivoca al juzgar a los habitantes de El Valle. Cuando un artista sale de las salas glamurosas de las galerías de arte bogotanas para desplazarse hasta los paisajes más agrestes de nuestro territorio, debe dejar todos sus prejuicios morales y políticos en sus elegantes e irreales espacios. El trabajo de Echeverry nos sirve para recordar que uno de los peores vicios de los bogotanos consiste en juzgar lo divino y lo humano sin tomarse el tiempo para comprender aquello que reta su sensibilidad y el entendimiento: el poco que nos queda.

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El trabajo de Echeverry es antropológico en el peor de sus sentidos: hablar de los demás a sus espaldas sin ton ni son. Éste es el sentido que los filólogos clásicos atribuyen a esta palabra en la Grecia Antigua. Mucha de la moralina etnográfica del arte contemporáneo en Colombia padece este mismo síndrome. Ahora, el formato de montaje que utilizó Echeverry  es contemplativo, no hay una comprensión del espacio ni interés por pensarlo; los video-cuadros no alcanzan a realizarse en el espacio; aparecen colgados con deseo de contar algo más vital pero no pueden hacerlo; no pueden cruzar la frontera estética establecida por la artista. A pesar de los trucos sonoros, el espectador tampoco logra entrar en la temporalidad de la historia, queda por fuera porque no se pensó ningún recurso para romper la distancia entre la obra y el espectador; la música sazona la imagen pero no involucra al espectador en la historia. El/la espectadora puede mantener su distancia para juzgar, para evitar comprender.
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La muestra recibe el nombre de Instalación por un tímido intento que Echeverry realiza por explorar el espacio por medio de una proyección cenital sobre un círculo de arena en el extremo oriental de sala principal de la galería. Esta proyección evoca el supuesto Lugar del Crimen y es la más sugestiva y bella de este trabajo estético. La idea es buena pero no se alcanzó a comprender su potencial: una vez más, el círculo excluye al espectador del ritual. Un artista instalador osado e innovador, con sensibilidad espacial, habría cubierto el piso de la galería con algún material expresivo para propiciar la catalización de procesos sensoriales e incorporar a los espectadores en esta historia de arenas movedizas en que naufragó esta idea estética de Echeverry. Dispuestas como están las imágenes, se le configura una imposición al espectador, la historia nos exige una autonomía estética que los espectadores contemporáneos no estamos dispuestos a otorgarle a un trabajo artístico.

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Echeverry se las arregló para manipular la imagen. Hábilmente oculta historias de hombres y mujeres de El Valle que no alcanzan a llegar hasta nosotros, esas sí quizá fundamentales para comprenderlos y comprendernos. La tradicional moralina bogotana no es otra cosa que mala conciencia. Este prurito de espectacularidad moral persigue a muchos fotógrafos que fueron  convencidos por el Régimen de El Capital de que arte es sinónimo de espectáculo circense. Ojalá que el anunciado rubro Niños fotógrafos de Cazucá, de Fotográfica Bogotá 2011, no tenga el tufo de moralina que apesta en los medios masivos de exposición universal, y que percibimos de manera moderada en esta bella exposición en la Galería Alonso Garcés.
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Esta  observaciones quizá no tengan mayor interés para los fotógrafos, pero Echeverry es más que eso. No sólo realiza registro de imágenes. Es una artista de trayectoria que quizá nos sorprenda este año en el Luis Caballero. Por su amplia experiencia en el campo artístico colombiano, es mucho lo que esperamos de ella este año en la Galería Santa Fe. Ojalá logre intervenir y pensar mejor este espacio específico.

 

Fotografías de Ricardo Muñoz.

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