La semana pasada, esta foto de Cindy Sherman se vendió en subasta por 2 millones 735 mil euros, coronándose como la fotografía más cara de la historia del arte.
Fríamente titulada ‘Untitled #96’, la foto es parte de una serie que le encargó la revista ArtForum en 1981, llamada Centerfold or Horizontals.
Sherman quería imitar el formato de página doble típico de las revistas (ese que corta la foto por la mitad), especialmente en las revistas para adultos. No se si tiene relación, pero 1981 es un año clave para la industria del porno, el año que Linda Lovelace se fue de gira con las feministas, John Holmes escapó con vida de la avenida Wonderland y empezó la era dorada del video. Cada uno sabe de lo que sabe. En la serie, Sherman encarna adolescentes cuya alma, como balaba Julio Iglesias, les está cambiando de niña a mujer. En la pieza #96, Sherman arruga una página de periódico con una expresión que oscila entre el deseo y el miedo. Si miramos la foto de cerca, vemos que ha estado leyendo anuncios clasificados para solteros. ¡Pillina!
La crítica acusó a Sherman de promocionar un estereotipo sexista y ArtForum rechazó la serie, “por temor a malentendidos”, pero dio el campanazo en las galerías y fue publicada finalmente en formato libro por Skarstedt Fine Art (2004) con una introducción de Lisa Phillips, comisaria jefe del New Museum en Nueva York.
Es una introducción muy larga sobre algo que en realidad me importa muy poco. La pregunta que sí me interesa es: ¿cómo afecta su nuevo status a la obra de Yasumasa Morimura?
Como Sherman, Yasumasa Morimura ha hecho carrera a base de encarnar personajes ajenos. A diferencia de Sherman, la encarnación de Morimura es literal, como Gus van Sant reconstruyendo Psicosis frame a frame. Morimura lo hace con Marilyn Monroe, Greta Garbo, Brigitte Bardot y Audrey Hepburn, pero también con Albert Einstein, Che Guevara y Harvey Oswald. Cualquiera que haya visitado Japón sabe que son imitadores impenitentes, maestros natos del doble. Los montajes de Morimura son tan perfectos que, si no conociéramos tan bien los originales, no notaríamos el cambiazo.
Intuyo que su intención es hacernos recapacitar sobre nuestra relación con el icono, una construcción artificial y mediatizada que, paradójicamente, determina y condiciona nuestras ilusiones de autenticidad. No sabría decir si es la misma incomodidad que produce en mis gatos el cambiar un mueble de sitio o si es comparable a “Lo siniestro” –die Unheimlichkeit– de Freud, el sudor frío que producen aquellos que parecen estar vivos (muñecos de cera hiperrealistas, automatas, robots) pero que claramente no lo están.
En cualquier caso, el valor de la copia está fuertemente atado al del original, pero es un valor resbaladizo. Tanto, que no sabría decir si To my little sister vale hoy más o menos que hace una semana. Por otra parte, es un derivado al cuadrado: Morimura imita a Sherman que a su vez imita a Barely Legal. Sin embargo, aunque la relación de la serie de Sherman con el softcore es esencial para entender la obra, la de Morimura con el porno o las revistas en general no existe. ¿Significa eso que la copia de una copia es un original?
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