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Paisaje real del paro cafetero

Me encontraba indicando a un grupo de estudiantes de artes de la Universidad de Nariño como trazar con tinta china y pincel el carácter chino de cielo, montaña y agua, para realizar un paisaje caligráfico, cuando fui urgido por las directivas a dejar las metáforas del taller y salir de inmediato al mundo real.

Desde ayer el paro cafetero cerró la carretera al centro del país: nadie baja  hacia la frontera sur, nadie sube hacia el centro del Valle. Poso con todos para una foto y salgo apresurado hacia el hotel a recoger la maleta y a  buscar un taxista que se arriesgue a llevarme hasta el paro, pues debo intentar atravesarlo para llegar al aeropuerto. A pesar del afán, no me dejan partir del hotel sin comerme una trucha con patacón,  por si me toca quedarme en la carretera.

El taxista se compromete a llevarme hasta una distancia prudente de donde los manifestantes tienen sus cambuches. Me subo adelante para ver bien lo que sucede en la ruta. Apenas pasado el mediodía, con cielo gris pero un sol picante,  dejamos las goteras de San Juan de Pasto y cogemos  loma arriba por una carretera extrañamente vacía. Pronto encontramos los primeros  retenes de la policía y una larga fila de  camiones y carro tanques orillados sobre la berma. En el último reten, los choferes rodean a unas mujeres que les venden piernas de pollo y papas, poca cosa para un conductor de tractomula que esta enseñado a almorzar con “caldo peligroso” y agarrar con dos manos el hueso de marrano y la yuca. El chofer va nervioso, apenas responde a mis preguntas,   y le mete a fondo la pata al acelerador aprovechando la soledad de la vía. Dice que en la mañana se salvó de que le pincharan las llantas, pero que le toca rebuscarse el billete para llevar comida a la casa. Escuchamos en el radio que los cafeteros tienen cerradas las principales vías del centro y sur del país. Solo se puede viajar por aire.

La culebreante carretera en descenso me marea. Nadie nos detiene en los retenes. La policía está repartida discretamente en la vía, y atrincherada  entre la maleza sobre una loma desde donde se domina la zona baja de la panamericana. Pasados 40 minutos el chofer reduce la velocidad y me muestra un atajo, el camino antiguo, destapado, por donde bajaron anoche desde la montaña algunos viajeros, pero subir  por allí son dos o tres horas, y no es trocha para taxis. Seguimos despacio, pero sorpresivamente, desde una curva, aparece un  grupo de hombres con la cara cubierta con tapabocas y gorras en la cabeza: traen en la mano garrotes de palo de café y corren hacia nosotros vociferando amenazadoramente. El chofer se asusta, frena en seco, mete reversa y gira para devolverse, pero queda atravesado en la vía cuando encuentra otro taxi que baja. Los hombres rodean los carros y preguntan por las maletas. Yo, les miro a los ojos y veo que su gesto amenazante es solo un simulacro. Nos advierten con voz dura que de allí nadie pasa, y quieren cobrar por llevar las maletas. En el otro taxi viene una jovencita rubia vestida de enfermera. Yo me echo al hombro el moral y ella arrastra una pequeña  maleta de ruedas.
Después de la curva  aparecen los  cambuches en  la orilla de la vía y sobre algunos potreros aledaños armados improvisadamente con varas y plásticos.  Caminamos  entre cientos de hombres, todos campesinos pobres que reclaman subsidios para la producción del café, control de precios para los insumos, que se eliminen las importaciones del grano, y que no metan la minería en el paisaje cafetero. Eso lo dicen en algunos modestos cartelones que están recostados contra los árboles, bajo los cuales,  echados de espalda, los hombres  se guarecen del resistero. Es hora de almuerzo.  Los fogones de leña están encendidos y echan humo azul al cielo. Las grandes ollas donde se cocina el  sancocho con hueso sueltan vapor y aroma, en otras  hierve el arroz, y sobre latas ahumadas  se asan arepas. Los adultos y los niños, pálidos y trasnochados, sostienen en sus manos palos y algunos azadones, que no son  armas sino símbolos de su trabajo y su lucha por lograr mejores condiciones para hacer producir  la tierra. Muchos caminan de arriba abajo; no hay consignas, gritan solo para saludar a los que bajamos con las maletas y a los que suben buscando trasporte para la ciudad. Un avión llegó al medio día y los pasajeros caminan sudorosos con el saco en la mano; las mujeres doblan el tacón contra el pavimento. Cuando llegamos al corazón del paro, veo maderas atravesadas en la vía, llantas quemadas, varios  carros particulares pinchados de las cuatro llantas, y una tractomula atravesada. Allí está la mayor concentración de cambuches; hay  cientos de campesinos y también  indígenas que portan su bastón de guardias. Lamento no llevar mi cámara. Algunos  niños juegan pelota en el asfalto. Un hombre toca la guitarra. Están en paz, pero me  temo que si no hay solución en unos días se dará aquí una batalla para despejar la vía. Entonces,  el olor del sancocho  y la palabra de reclamo cambiaran por el aroma áspero de gas lacrimógeno y el insulto.

 

paro cafetero dos
Me arrimo a  una de las carpas carpa, donde el sancocho suelta un olor sabroso, y le digo a un grupo de hombres que si no llega el avión regreso a que me regalen un plato de sopa; de inmediato sonríen, me invitan en coro y me ofrecen también dormida. Después de caminar tres kilómetros entre los cambuches, llegamos a Chachagui, el pueblo que queda a 10 minutos del aeropuerto. Allí nos indican que dejemos la carretera y subamos  por unas empinadas escalinatas de cemento para llegar a la primera  calle del pueblo donde encontraremos transporte. Efectivamente, varios motociclistas y taxis descargan y cargan pasajeros. Algunos jóvenes extranjeros miran asustados las condiciones del trasbordo y lo incierto de la ruta mientras cuidan sus grandes morrales.
En el pueblo, y sobre la vía al aeropuerto no se ve un alma. Llegamos al terminal sudando a mares. Hay mucha policía.  Varios peruanos y ecuatorianos, y dos franceses que vienen caminando desde más lejos, tratan de lograr un cupo en el avión pues es imposible llegar a Popayán o Cali por tierra. Tengo pasa bordo y me siento en la sala de espera. Todos los pasajeros están agitados, nerviosos, pero, cuando en la pantalla de televisión aparece la trasmisión del partido del Real Madrid, quedan hipnotizados. Solo una señora tiene la mirada entre las  casillas de su sudoku y una niña juega con un monstruo de peluche. Yo escribo en una hoja: lo que parecía una odisea devino en una caminata hasta  el  corazón del paro, que me permitió entrar en el paisaje real del país  para   ver en  el rostro  de los hombres que trabajan los cafetales una esperanza de solución a sus problemas. Ojala que  el gobierno atienda su reclamo  y sus ilusiones no sean  apagadas con palos y mucho menos con sangre.
Febrero 27 de 2013.

 

 

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