Por: Dioscórides Pérez
Fecha: febrero 27, 2013
Paisaje real del paro cafetero
Me encontraba indicando a un grupo de estudiantes de artes de la Universidad de Nariño como trazar con tinta china y pincel el carácter chino de cielo, montaña y agua, para realizar un paisaje caligráfico, cuando fui urgido por las directivas a dejar las metáforas del taller y salir de inmediato al mundo real.
Desde ayer el paro cafetero cerró la carretera al centro del país: nadie baja hacia la frontera sur, nadie sube hacia el centro del Valle. Poso con todos para una foto y salgo apresurado hacia el hotel a recoger la maleta y a buscar un taxista que se arriesgue a llevarme hasta el paro, pues debo intentar atravesarlo para llegar al aeropuerto. A pesar del afán, no me dejan partir del hotel sin comerme una trucha con patacón, por si me toca quedarme en la carretera.
El taxista se compromete a llevarme hasta una distancia prudente de donde los manifestantes tienen sus cambuches. Me subo adelante para ver bien lo que sucede en la ruta. Apenas pasado el mediodía, con cielo gris pero un sol picante, dejamos las goteras de San Juan de Pasto y cogemos loma arriba por una carretera extrañamente vacía. Pronto encontramos los primeros retenes de la policía y una larga fila de camiones y carro tanques orillados sobre la berma. En el último reten, los choferes rodean a unas mujeres que les venden piernas de pollo y papas, poca cosa para un conductor de tractomula que esta enseñado a almorzar con “caldo peligroso” y agarrar con dos manos el hueso de marrano y la yuca. El chofer va nervioso, apenas responde a mis preguntas, y le mete a fondo la pata al acelerador aprovechando la soledad de la vía. Dice que en la mañana se salvó de que le pincharan las llantas, pero que le toca rebuscarse el billete para llevar comida a la casa. Escuchamos en el radio que los cafeteros tienen cerradas las principales vías del centro y sur del país. Solo se puede viajar por aire.
Me arrimo a una de las carpas carpa, donde el sancocho suelta un olor sabroso, y le digo a un grupo de hombres que si no llega el avión regreso a que me regalen un plato de sopa; de inmediato sonríen, me invitan en coro y me ofrecen también dormida. Después de caminar tres kilómetros entre los cambuches, llegamos a Chachagui, el pueblo que queda a 10 minutos del aeropuerto. Allí nos indican que dejemos la carretera y subamos por unas empinadas escalinatas de cemento para llegar a la primera calle del pueblo donde encontraremos transporte. Efectivamente, varios motociclistas y taxis descargan y cargan pasajeros. Algunos jóvenes extranjeros miran asustados las condiciones del trasbordo y lo incierto de la ruta mientras cuidan sus grandes morrales.
En el pueblo, y sobre la vía al aeropuerto no se ve un alma. Llegamos al terminal sudando a mares. Hay mucha policía. Varios peruanos y ecuatorianos, y dos franceses que vienen caminando desde más lejos, tratan de lograr un cupo en el avión pues es imposible llegar a Popayán o Cali por tierra. Tengo pasa bordo y me siento en la sala de espera. Todos los pasajeros están agitados, nerviosos, pero, cuando en la pantalla de televisión aparece la trasmisión del partido del Real Madrid, quedan hipnotizados. Solo una señora tiene la mirada entre las casillas de su sudoku y una niña juega con un monstruo de peluche. Yo escribo en una hoja: lo que parecía una odisea devino en una caminata hasta el corazón del paro, que me permitió entrar en el paisaje real del país para ver en el rostro de los hombres que trabajan los cafetales una esperanza de solución a sus problemas. Ojala que el gobierno atienda su reclamo y sus ilusiones no sean apagadas con palos y mucho menos con sangre.