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Dioscórides Perez: la poética de la acción plástica

Por Dióscorides Perez

Gracias por el envío del Liberatorio con su texto sobre la segunda jornada. Busqué su mirada sobre la  primera pero no la encontré. Quería saber que habían visto los voyeristas de los 4 días que pasamos los 4 primeros habitantes en el inquilinato. Azcona gritando y corriendo desnudo por la casa, Tzitzi tomando mate y orinando bajo medidas de ingestión y emisión, Paola escribiendo sobre las paredes la bitácora de todo lo que sucedía hasta que se lo prohibieron. Yo leyendo el I ching para los habitantes, los acompañantes del proyecto, los visitantes, la secretaria, y para algunos despistados que llegaron. También, dibujando en papel, y en las manos talismanes de fortuna (Fu) caligrafías tradicionales que se hacen en  China para despedir el año y entregar buenos deseos para el año nuevo. Bueno, pero veo que estoy entrando en una crónica a la que le faltan muchos  detalles,  aroma, sonidos, caricias y sueños. Y no es ese mi deseo en este momento; tampoco quiero terciar ahora en sus 4 interesantes criterios. Lo mío es lo primero, una  acción que deviene en relato. Quizás la etnografía que usted señala. Y todavía no existe ni mi relato ni el suyo, con relación a la primera jornada. Pero no puedo dejar de contar  algunos detalles.

 

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Leí un artículo de Ricardo Arcos sobre las explosiones y el humo que hizo Nadia, La fulminante, el día de la inauguración. Ese día, detuve las consultas del I ching desde las 5 de la tarde y preparé la sala que escogí como sitio de habitar para hacer una caligrafía, mejor, para dejar sobre el vacío de un gran pliego de papel, la huella del aliento de una meditación corporal, sobre el I ching, usando algunos movimientos del taichí. Mi habitar consistió en trasladar mis haceres del taller a la galería. Cuando recibí la invitación de Adrián me encontraba “cazando” dragones con tinta china. Así que llevé todo para el inquilinato. También la ropa que he usado en otros performances: un terno negro, una bata negra y una falda blanca. Dos días antes, soñé que pegaba botones. Era un recuerdo olvidado de la infancia, época en que pegué diez mil botones en las camisas para obreros que cosía mi madre en su Singer.

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Invité a algunas alumnas a que pegaran botones, y les anuncié a mis clientes de masaje que también los atendería allí. Primavera, una alumna de la Escuela de Artes plástica de la UN, llegó con su caja de hilos y una colección de botones de distintos colores y, después de consultar el oráculo del I ching y recibir un dibujo sobre sus manos, se puso a la tarea de ayudarme a pegarlos sobre mi falda. Vino también una artista, Claudia Tres R, quien también se unió a la tarea. Ella estuvo todo el día. Al final de la tarde, sorpresivamente, la invité a que me acompañara en los movimientos que haría sobre el papel pegado al piso, y durante la caligrafía. Le di tres segundos para pensarlo y media hora para ponerse la bata negra e inventarse un maquillaje. Confiaba en su experiencia de danza butoh y de performance. No hubo instrucciones, solo indicaciones de lo que posiblemente sucedería sobre el papel. Ella tenía la tentación de sentirse libre en el espacio y conjurar su miedo. No se trataba de un espectáculo, era una meditación en ese cuarto, que unos pocos podrían ver desde la puerta. Vi que algunos se sentaron en el piso de la entrada.

Cuando empecé, dejé de ver al público que se apeñuscaba en el hall. Solo sentía el olor a sándalo del incienso, el calor de las velas, la energía de las piedras, y el cascabel de los botones cuando la falda golpeaba el piso. Después, entré en empatía con los “animales” del taichí, que se cruzaban con los gestos del Butoh de Claudia, que terminó deambulando sobre los trazos negros y húmedos de las constelaciones, de los meteoros, del gran carácter del cielo, sobre una nube, un dragón, entre la lluvia, bajando la montaña, en el bosque, entre el lago, y por el río desde donde salió la serpiente. Cuando terminamos, el incienso peleaba con el humo de las críspelas y el olor a la carne asada que les habían ofrecido a los invitados. Curiosamente, los habitantes estábamos bajo una dieta de arroz con raíces chinas y agua de jengibre con albahaca. Después, la dueña del inquilinato cerró las puertas. Al día siguiente, sobre el “paisaje” continúe con los oráculos, tire algunas cartas del tarot, hice masajes chinos, y pinteé talismanes en otros cuerpos. El sábado subimos todos a Monserrate en una caminata como performance e hicimos arriba una acción hasta que tembló la tierra. Ya abajo, nos cogimos de las manos y nos dimos un baño eléctrico con la maquinita del señor Rayo. Quedamos con el pelo erizado. En la noche, los mismos, ya compinches, recogimos los bártulos y nos fuimos a hacer una montaña de cuerpos desnudos sobre una piedra del río Curi en Anolaima.

Yo volví el miércoles al inquilinato para saludar a los nuevos habitantes y para hacer otra acción de caligrafía con Claudia, pues sentí la necesidad de anudar la empatía de cuerpo e imagen que surgió durante la primera acción. Es como hacer nuevamente las líneas de un jardín zen.

Cuando dejamos el espacio ese día, llegó a habitarlo un joven silencioso que llevaba un bulto de adobes y en la mano la carta del tarot del eremita. Mañana volveremos.

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