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El precio del arte contemporáneo

La antigua irreverencia de atreverse a pensar para ser, vuelve a tomar cuerpo en Bogotá, pequeña urbe asechada por todo tipo de violencias aristocráticas y venales.

Ha irrumpido por doquier dejando sólo  pequeños rastros en  los muros de sus calles, rastros y rostros fugaces, unos diestros y ligeros, otros sordos y pesados.

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Del pensamiento sólo queda eso: tartamudeos y sorderas detenidas en el tiempo: pequeñas marcas delebles inscritas en los muros de las calles que transitamos día a día. Nadie las ve, porque nadie existe en  esta ciudad, porque nuestro nombre es nadie, porque aún no salimos a la existencia, porque el pensamiento del hombre aún no ha logrado vencer la arrogancia de quienes nos niegan la palabra para impedirnos pensar.

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Esto es lo que nos dicen los miles de trazos con los cuales Bogotá ha sido modelada. Estos testigos no se vanaglorian de su pasión, se atreven a pensar porque sienten nuestra época, no les interesa saber si lo que hacen es pensamiento o sentimiento.

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Sólo retan a unos dioses feudales y malolientes que persisten en mandar sin tener ya fuerzas para pensar. Estos gestos contemporáneos no tienen precio. En las manos de estos artistas invisibles está el destino del pensar artístico en Colombia, del hombre y la mujer, de sus artes y de sus sueños de igualdad.

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Los dioses extenuados reclaman libertad, los hombres y las mujeres luchamos por la igualdad. Esto es lo que alcanzamos a apreciar en cada uno de los grafitis con que Bogotá trata de salir a la existencia.

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