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Doris Salcedo y el abuso de un arte que ya ha entrado en declive

  1. Criticar por criticar

Como en nuestras anteriores críticas, quiero iniciar esta nota con un excurso que nos lleva a pensar primero en lo que estamos haciendo antes de lanzarnos a realizar juicios categóricos. Hacer crítica de otra manera implicaría repensar la crítica, correspondería, entre otras múltiples cosas, a poder generar un espacio de reflexión más allá del maniqueísmo que suele ocupar el lugar de la crítica.  Ese maniqueísmo que habla en nombre del bien y del mal  que clasifica el mundo en dos hemisferios: el de los buenos, excelentes, virtuoso, ejemplares del ideal estético, plástico, moral o político y el de los que fallan, los vulnerables, los débiles, los que no merecen el reconocimiento sino la reprobación y el castigo.

En el fondo de esta actitud no hay más que un ejercicio de poder mediante el cual la persona que crítica se ubica en el lugar inexpugnable del bien o lo absolutamente neutro. Se trata de aquel ojo privilegiado del criterio que se alza como el que está sobre la pirámide del billete de dólar. Ese ojo que ve lo bueno y lo malo, lo positivo y lo negativo, desde la regla de la justicia y la verdad: hegemónico, totalizador, sin rostro ni cuerpo, sin vida. Cuánta ideología podríamos reconocer en los ejercicios críticos.

A cuántos se desprestigia con la crítica, se les calla, se les excluye. La gran historia del arte y la historia de las ideas cuánto rinde cuenta de ello. Los oficiantes de taller que hicieron las grandes obras, quedaron en el plano del olvido porque no tuvieron su crítico que les apuntalara hacia el reconocimiento o porque fueron objeto de desestima por parte de los críticos, mientras que sus maestros se alzaron en renombre con su trabajo. O miremos a las mujeres en el arte, a penas motivos de los lienzos. Muchas tuvieron que ceder su trabajo a la firma de un pintor porque la crítica no criticó la fórmula de la dominación que ella lleva implícita. Luego, pensemos en cuántos grandes pintores fueron inmensos de manera póstuma, desestimados por su época en la que se les criticó negativamente, se les denostó: gente que llevaba al traste al arte porque competía con aquellos que, en ese momento, gozaban de los privilegios de la crítica repitiendo fórmulas ya agotadas.

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Es así que propongo una crítica descolonial del arte, una crítica desde los estudios de la cultura visual y desde los post-feminismos, una crítica que no se ufana de ser la palabra agónica de un hombre interesado en el prestigio. No busco el reconocimiento a partir de los ejercicios hegemónicos que operan en los círculos y circuitos del arte, tan proclives a la frivolidad, a la colonialidad, al esnobismo y a las jerarquías. En estos círculos se  favorece un arte que suple las demandas del mercado, convirtiéndose en meros fetiches de colección con plusvalor en dinero y una vacuidad en relación a lo que, humanamente, nos transmite el arte.

No en vano mi pasada crítica al festival Hemispherico de Performance tuvo reacciones que la tildaron de complaciente. Me pregunto ¿la crítica deja de ser crítica por tener un cariz que no apuntala juicios categóricos o enunciaciones exhaustivas? ¿Acaso el lugar situado de la crítica merma o anula poder señalar las cosas tal y como las vivenciamos?  En este caso, quien escribe  se halla ubicado en otro plano discursivo, motivado a impulsar las circunstancias ─desde el pequeño lugar de mi realidad─ hacia la trans-formación de la mentalidad moderno-colonial. Quiero decir, motivada por el anhelo de un cambio de paradigma estético, epistémico y crítico (ya  emergente) que reconoce que toda crítica es parcial y sesgada. Y cuando digo sesgada lo indico conforme a la definición precisa de sesgo, que no es corte, sino inclinación hacia algún lado.

En realidad, pero sin ánimo de reducir, señalo que una crítica concreta es crítica corporizada, una crítica que reconoce la pluralidad del mundo y de los fenómenos apartándose de aquella postura que tiende a clasificar maniqueamente aquello que critica. Una crítica lejana del abuso del poder y que ya no considera al arte como un asunto de peritos y expertos, de élites y profesionales jerarquizados a partir de ejercicios de dominación, éxito y prestigio.  Una crítica amplificada pero situada, porque no aludimos al arte como mera mercancía, sino como posibilitador de otra realidad como lo hacemos en esta crítica a la artista Doris Salcedo.

Esta crítica contribuye al espectro de toda crítica posible, no es definitiva, fomenta la participación, el diálogo; es capaz de volver atrás, de desdecirse, de moverse a partir de los encuentros y desencuentros, de las razones sentipensadas y de las experiencias de otros y otras. Y así, incursionamos ahora en la obra “Sumando Ausencias”  de la ya mencionada Doris Salcedo.

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  1. Doris Salcedo: sumando mani-obras con las víctimas de la guerra

Cuando me enteré de la existencia de una artista llamada Doris Salcedo, hace unos 20 años, se me indicó que era  verdaderamente genial. Pero nunca comprendí en qué radicaba su genialidad. De inmediato advertí en su obra una apología al dolor ajeno, un vicariato  desvergonzado sobre el dolor de las víctimas del conflicto armado. Advertí que era genial, pero en el sentido utilitarista propio de la mentalidad inglesa del siglo XIX, parecía educada bajo el cariz moral de John Stuart Mill.

Me sorprendía ─ y aún me sorprende─ que la artista lograra generar en el público una sensiblería melosa con el drama de los demás, una narrativa estética que no dice más que duelo ajeno, hecho a partir de un tráfico del dolor de personas que desconocemos, pero que sabemos son usadas por la artista para producir algo así como una “Estética parásita del dolor, perversa y anestesiadora”. Así la llamaría yo por tomar un conflicto que nos marca a los colombianos, cuyas víctimas son re-emplazados simbólicamente por la artista, usadas desde su prestigio, su renombre y mancilladas sus historias como desplazados, despojados, humillados, violentados, violados y demás.

Pero, por tratarse de una artista de renombre, por tratarse de una traficante del dolor de las víctimas ─ como señalaran algunos artivistas a partir de la obra que realizara el pasado octubre en la Plaza de Bolivar llamada “Sumando Ausencias”─ se le otorga el espacio, la publicidad y toda la parafernalia requerida,  debido al privilegio en el que se encuentra la artista. Seguro, como nuestro presidente, podría ser nominada a un gran premio de la paz y ganárselo, eso dentro de las lógicas de un mundo que cada vez se devora más así mismo y  erosiona sus ya sabidas estrategias. Como dice el libro del Eclesiastés “nada nuevo bajo el sol”.

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Lo que cuenta en nuestra crítica es el tipo de obra fetiche que surge desde el ejercicio de la artista como vicaria del dolor de las víctimas de la guerra. Esa manera de negociar y ganar dinero, erigirse en el icono artístico del conflicto, representando una guerra sin salida porque no propone algo más allá de plásticos ejercicios que se derivan como registros de una herida. Es decir, le hace falta un gesto más profundo, más humano. Sobre todo uno hecha de menos una mirada hacia abajo, hacia la materia prima de su obra: las víctimas. También hace falta, en la obra de Doris Salcedo, “Sumando Ausencias” el poder expresivo y simbólico-emancipatorio del arte. Yo me preguntaría ¿qué relación tiene su obra con las víctimas desde el plano de la necesidad expresiva? ¿Qué valor orienta este arte en cuanto a la búsqueda de una estética sanadora y de un arte encaminado al  ejercicio de curar heridas provocadas por la guerra?

Yo pensaría que, si se trata de trabajar la experiencia de la guerra desde el arte, éste no debería quedar reducido a mero archivo del dolor, sino potenciar el acto poético-colectivo ─propiciado por el artista─ como acto que viene a resignificar la memoria lacerada para comenzar el proceso de reconciliación y perdón. Al menos, hacer un arte que posibilite que cada persona adquiera el derecho a navegar en su propio drama, para ir revisando los daños y hacer inventario de las heridas con el ánimo de volver a comenzar.  Un arte que afecte la vida de las víctimas en el plano de la microfísica del poder, en el corazón y la mente de esas personas, no meramente en una paga salarial exigua en comparación con los galardones que la artista recibe y que pronto se irá en los gastos de esa subsistencia precarizada que llevan, dejándoles en el mismo lugar de víctimas.

Mínimo, podría tener la impronta de una protesta, de una queja, de una rabia y una indignación, pero por el afán artístico lucrativo y de fama, al estetizar la experiencia en una obra de arte moderna, en un objeto-mercancía, debilita o merma la fuerza política que pudo haber tenido. Pensaría yo que el arte de Doris Salcedo no tendría por qué excluir el carácter transformador del arte, ese talante de poética de la vida lastimada dispuesta a sanar (en este caso particular de las víctimas de la guerra), pues eso no riñe con el afán de fama y de dinero. Podría ser así y,  a la vez, incluir la buena voluntad como acto poético.

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Un acto estético que, además, conseguiría liberar a la artista de sus propias cadenas como agente mercantilizador de obras y de dramas. Le daría una mejor manera de ser humano ya que, bien sabemos, Doris reniega de la lentitud de sus operarios (algunos víctimas), los somete como empresario riguroso y los desestima. Además les considera ignorantes de la intensión de su obra. Incluso ha indicado que los únicos que saben atender el talante de su que-hacer son los grandes curadores, directores de museos y todas esas figuras del frívolo circuito del arte fetichizado.

Recuerdo las palabras de Estanislao Zuleta cuando decía, en un libro suyo llamado Arte y Filosofía, que  “el arte es primordial porque el hombre se posesiona del universo por medios artísticos”. Desde ahí podemos considerar una manera de hacer arte más allá de ese modo moderno, burgués, mercantil,  fetichizador de los actos poéticos. Ese craso reduccionismo del arte que nos quita la fuerza para empoderarnos de los universos posibles del duelo, haciendo de éste un tema y un mero objeto de intercambio de capital efectivo, sin importar el capital simbólico que una obra puede llegar a tener. La obra de Doris Salcedo ─y de muchos otros artistas prestigiosos─ se ubica sólo allí: reduce su poder simbólico, estético, poético a la transacción y al negocio.

Eso no es malo, tampoco es bueno, simplemente es. Lo que si podemos decirle a la artista es que es deshumanizadora la manera en que utiliza el drama ajeno. Así, la obra de Doris Salcedo promueve esa cultura de la guerra ─en la que estamos tan bien educados los colombianos─ con la que se desestima el dolor de las víctimas, se resta valor al encuentro con ellas y se socava la relación desde el estatuto de la persona. De esta manera se les reduce a un tráfico económico, haciendo  del otro y su drama una cosa, reificándole y convertiéndole en algo sin rostro, sin voz, sin palabra. Es decir, una relación sin encuentro.

EL arte tiene un espectro más amplio que este interés. El arte posibilita transformaciones y sana, cura heridas, promueve la paz y la reconciliación desde el trabajo narrativo del propio dolor. Pero eso no es lo que sucede en la obra de la artista en mención. Por el contrario, se orienta a una violencia simbólica en cuanto que, como he dicho, desestima a las víctimas de la guerra, le resta el poder poético a su dolor y esteriliza la fuerza política de su resentimiento. Con esto cierro lo que quería decir sobre la prestigiosa artista y su obra, en particular, esta mani-obra oportunista de “Sumando Ausencias” que le permite mantenerse en ese lugar de privilegios, sin impactar la vida de las víctimas. Un arte que, incluso, promueve la cultura del anestesiamiento sobre el drama concreto, con nombre y rostro, de quienes han padecido la guerra de manera directa.

 

 

 

 

 

 

 

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